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José, poblano que migró a Houston y sobrevivió al covid sin medicina

El migrante narra que de morir en el hospital, prefirió irse a su casa porque no quería dejar endeudada a su familia

Escrito en ESTADOS el

PUEBLA.- Había un puestecito como de tacos. Toda la mañana el taquero tenía venta, bastante venta, pero nunca se le acabaron ni la carne ni las tortillas aunque él servía y servía. José Guerrero Salazar, un poblano originario de Zacapala, Puebla, no sabe si fue un sueño o una pesadilla esa que ahora es recuerdo de la segunda de las tres noches más difíciles de su vida. Logró sobrevivir al coronavirus.

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La taquería no tenía nombre. Al taquero nunca lo había visto. No se le veía la cara. Él, José, estaba hirviendo en la fiebre que le produjo el coronavirus.

“Haz de cuenta que tienes un accidente y te estás acordando a cada momento de ese accidente. Cierras los ojos. Te duermes dos, tres minutos, pero en tu subconsciente está el accidente. Al despertar sentía que me hacía falta el aire y no puedes tener a tu familia cerca, porque la expones al contagio. Estás tú solo. No puedes dormir. Al otro día, igual. No te da hambre”.

José Guerrero es uno de los miles de poblanos que han emigrado a Estados Unidos. A los 15 años dejó su natal Zacapala, municipio ubicado en la región de Tehuacán, para migrar a Sacramento, California; volvió a Puebla y una vez más emigró, pero ahora a Houston, Texas.

A los 50 años de edad, José es diabético y prevé que su recuperación va a ser más larga que la de una persona que no tiene una enfermedad crónica. Desde que se enfermó de coronavirus no se ha inyectado insulina, ni come “así chingón con tortillas”. La suya es pura alimentación ligera.

Durante su recuperación lo están matando los pies que siente adormecidos y tiene un ardor en la piel porque se toma que el juguito de manzana, que de zanahoria y de naranja que aunque tienen azúcar natural dañan porque no hay control. “Es duro, pero es parte de la vida. Creo que no hay ser humano que no sufra, conozco personas que tiene dinero, pero para que te quites una diabetes está de la jodida.”

El frío lo tenía adherido

En llamada telefónica desde Houston, Texas, cuenta que todo inició el martes 5 de mayo con una lluvia. Eran las 10 de la mañana y cinco horas después ya estaba con mucho escalofrío. Aunque regresó a su casa y se abrigó como esquimal, el frío estaba como adherido a él.

El miércoles apareció la fiebre, pero pensó que era un catarro simple, que no iba a suceder nada. Le recomendaron unas pastillas, pero la temperatura no cedía y por miedo de ir a emergencias fue a una clínica. Lo atendieron en el estacionamiento. Ahí le hicieron el examen médico y le recetaron Tylenol y Dextrometorfano, porque como “no sabemos si es negativo o positivo, no le podemos dar otro medicamento”. Este fue el comienzo de lo que, afirma, no se le desea a nadie.

José Guerrero no tiene idea de dónde se contagió. Se dedica a la jardinería y “estamos expuestos a todo; trabajamos al aire libre”. A los tres días de que le hicieron el examen médico, le llamaron para avisarle que dio positivo. Otra vez le dijeron que no podían darle medicamento y si la fiebre no cedía “váyase directo a emergencias”.

Tres noches tuvo temperatura, “fueron las más amargas de mi vida, pero como le dije a mi esposa y a mis hermanos: ‘de que me muera en el hospital a que me muera en la casa, prefiero que sea en la casa’, porque los familiares siempre te echan la bendición y te desean descanso en paz.”

Aún con dificultad para respirar y hablar, cuenta que eligió quedarse en casa para que, si moría, pudieran despedirse de él, porque si te quedas en el hospital “no te dejan entrar; en el hospital no importa si eres el hijo, el esposo, la mamá o el papá. Te incineran. Las funerarias están a tope y tardan para entregar a los que mueren a sus familias.”

Agrega que en el hospital arman un show, porque les importa hacer dinero y si te mueres dejas endeudada a la familia con 80 mil o 100 mil dólares. Uno se muere y ya no debe nada, pero la familia se queda con la deuda.

José nunca se pudo checar la temperatura porque no tiene un termómetro. Al principio sentía frío, después calor. Se aventó así dos semanas enfermo. Al tercer día aunque la fiebre cedió no tenía aire para seguir una conversación. “Es como cuando llora un niño y está con el sentimiento, o como cuando te pegan en el estómago y no puedes ni hablar, te quedas sin aire.”

No podía dormir ni de lado ni boca abajo porque tosía y sólo al regresar boca arriba en un segundo le dejaba de faltar el aire. Es una enfermedad que no tiene remedio. No hay medicina que la controle, así que, agrega, vas al hospital sólo a morir, para dejar una deuda y para arriesgar a los médicos que no te pueden ayudar porque no hay medicamento que cure el coronavirus.

En su casa se aisló en un cuarto con baño. Su hijo y su esposa vivieron con él, en habitaciones separadas. Su pareja, con quien se casó hace 29 años, le llevaba que un caldito, que un juguito; pero José perdió no sólo el apetito sino las ganas de festejarle el 10 de Mayo, Día de la Madre, a su propia mamá, a su esposa y a sus hermanas.

Se le acabaron los ahorros

Tiene su propio negocio como jardinero, pero sus pocos ahorros ya se le acabaron y le es muy difícil sobrevivir. El gobierno da una ayuda, pero como llega se pasa de manos, “lo que debes hacer es estirar la liga, porque los gastos no esperan”.

Sus tres hermanas, su hermano y sus cuñados lo han apoyado, pero son préstamos que se deben pagar. “No se lo deseo a nadie, es una experiencia difícil de contar, pero es parte del show que tienes que dar en la vida. No hay de otra.” Sus hermanas le dicen que se vaya a sus casas con ellas, pero “yo les digo que no quiero que lo que tengo lo pasen sus hijos”. Ya dio negativo, pero no hay un examen que diga de verdad que ya no lo tienes y “no me gustaría que otra persona se contagiara por mi culpa sabiendo lo que se sufre.”

 

El 3 de junio, casi un mes después de que dio positivo, le habló en médico del condado para saber cómo estaba. Le preguntó por qué no fue al hospital. José le respondió “te dije ponme penicilina, pero me dijiste ‘no podemos’. Entonces a qué voy al hospital. Mejor estoy en mi casa y no me van a decir ‘no se puede parar’, ‘tiene que estar acostado’; en mi casa me levanto prendo la tele, me paro, me acuesto. Si no hay medicamento, a qué voy al hospital. Si me van a tener con oxígeno durmiendo, mejor me quedo en mi casa.”

Con este problema, agrega, no puedes andar por todo el hospital. Tu familia pasa a ser la enfermera y el doctor (…). Me sentí al borde de la muerte, pero yo le dije a mi familia “yo no quiero morir allá”.

Ya recuperado, aunque anda como caballo tierno, tembleque, le dijo a su esposa que quería ir misa. Y fueron a darle gracias a Dios que le dio otra oportunidad. No hay, afirma, mucho cupo en los restaurantes, casi todo es para llevar: “Comimos y vámonos para la casa, nos sentimos bien…, poco a poco me voy recuperando”.

Dios y la virgencita, dice, me dejaron aquí, aunque sea para ser estorbo o hacerlos enojar como siempre. Entre sus planes tiene pensado “ayudar en una Antorcha Guadalupana, que ya hay una, pero quieren organizar una de la Basílica de Guadalupe en la Ciudad de México hasta Georgia.”