OPINIÓN

La veneración por el libro

Nescimus quid loquitur

Créditos: LSR Veracruz
Escrito en VERACRUZ el

Dicen que la memoria hospeda con más claridad aquellos eventos que suceden por primera vez. Quizá sea cierto, porque lo siento como si hubiera sido marcado con fuego en mi piel. Todavía puedo recordar los detalles. Corredores conectando inmensas salas octagonales, estantes repletos de libros acomodados en orden alfabético, candelabros iluminando el lomo de cada ejemplar de la colección.

Ocho puertas conducían a ocho salas iguales, que, a su vez, encaminaban a otras ocho, cada una idéntica a la anterior. La única diferencia eran los tomos que albergaban el conocimiento universal ramificado hacia el infinito.

La imaginación guarda el primer momento en que abrí los ojos, estaba ahí, mientras seres de extraña naturaleza atendían las estanterías con un oscuro cuidado. ¿Cómo llegué ahí?, un misterio que no termino por entender. Quizás tropecé entre sueños, sumergiéndome en las profundas aguas del mundo onírico; atravesé las barreras de la vida mundana, apareciendo en esta misteriosa biblioteca habitada por seres que rendían culto al libro. No me refiero al “libro” como uno en especial, sino a aquel libro unificado que representa la conjunción de todos los libros, desde los publicados, hasta aquellos que quedaron varados en la imaginación.

Los bibliotecarios creían fervientemente en el poder del libro unificado, buscaban constantemente su bendición, rezaban por su piedad. Cualquier conocimiento ajeno a él, era sacrílego; cualquier actividad que brindara reflexión fuera de sus páginas, convertía herejes y pecadores.

El libro era el único camino. Nadie era tan bueno, inteligente y capaz, que quien leía; nadie era tan malo, ignorante y estulto, que quien no lo hacía. La élite se llamaba a sí misma como “lectores”, título que ganaba cualquiera, pese a que lo que leyera.

Poco a poco, las diferencias entre los habitantes de la Biblioteca Infinita produjeron un rompimiento entre las filas de dicha élite, volviéndose incapaces de convivir juntos, perdiendo el camino, iniciando guerras por ver qué lector era mejor, juzgando autores, géneros, estilos y lecturas.

No quiero que se malinterprete. Estas líneas de ninguna manera buscan demeritar el poder transformador que tiene el libro en nuestras vidas, pero quiero acotar sobre un hecho que está rompiendo toda posibilidad conciliadora de promover su lectura, al romantizarle en desmedida.

El romance por el libro, ha formado un aura mística sobre cierto sector que lee libros, volviéndolo parte de una “elite”, o, mejor dicho, una secta veneradora que le atesora con tal vehemencia, sumando libros, en muchos casos sin comprenderlos, sin disfrutarlos; en otros, sin siquiera leerlos.

De qué sirve obligarnos a terminar un libro, si su contenido no nos atrapa; de qué sirve empujarnos a las últimas consecuencias, si en el proceso perderemos de vista el tiempo muerto que dejamos en el piso. Olvidamos que el punto medular deviene de su contenido, no de su color o su forma.

No todos los libros son para todas las personas, no tienen por qué serlo. Su universalidad radica en la cuantía de autores, títulos, temas, géneros, que dan pauta a elegir, pudiendo disgustarnos, que no nos llenen; que nos enamoren; que nos lleven a imaginar, aprender más. No todos los libros llegan a nuestra vida en el mejor momento, a veces por eso les despreciamos, les entendemos poco; terminan ocultos debajo de una repisa cualquiera.

DESDE EL ERROR

El romance por el libro comienza desde el error. Se enamoran de su figura, su composición; el olor que desprende el papel, la forma que toma en nuestras manos. Enceguecidos, ignoran su contenido, aquellos signos lingüísticos que entretejidos cunden cada página, albergan la verdadera belleza, el auténtico conocimiento.

El libro no significa nada sin esos símbolos, sin que aquellas ideas representen algo más, genuinamente valioso para nosotros. No es la búsqueda de leer porque es positivo hacerlo, es el encuentro con un libro que nos satisfaga, nos dé placer.

Por más renombrado que sea el autor, no asegura la calidad del libro; no significa nada que la crítica les alabe como obras maestras, si aquellas palabras que les componen, no logran mover el espíritu siquiera un milímetro, si nada enseñan, si nos dejan tal y como empezamos.

La búsqueda de aquella lectura que nos motive, ese contenido que nos mueva a transformar el leer en un hábito y su promoción en una misión de vida, comienza probando, descubriendo las historias y conocimientos que vale la pena compartir.

Aquella cruzada por la promoción lectora no comienza obligatoriamente con los libros clásicos, pese a que las élites le identifiquen así. Comienza con prueba y error, encontrando libros predilectos, sin cerrarse a la anquilosada idea de que es lo único que podemos leer, darles la oportunidad a otros libros, que nos haga ver si es valioso seguir, o buscar otra lectura más placentera.

Es indispensable soltar la ridícula idea de que leer nos vuelve parte de una “élite intelectual”. Leer quizás genere una situación de privilegio, pero un “status” dentro de la sociedad; leer en sí debería verse como una herramienta para imaginar más, para ignorar menos.

mb