Main logo

Sandra de 15 años con una hija y 50 sicarios a su cargo

La vida de Sandra dentro del crimen organizado fue breve, apenas duró 3 años, pero en ese poco tiempo y a su corta edad logró escalar posiciones en Los Zetas

Escrito en ESTADOS el

Ciudad de México (La Silla Rota).- La vida de Sandra dentro del crimen organizado fue breve, apenas duró 3 años, pero en ese poco tiempo y a su corta edad logró escalar posiciones hasta tener a su cargo a más de 50 sicarios al servicio del cártel de Los Zetas, a quienes ordenó secuestros y asesinatos.

Cuando la detuvieron dijo que pertenecía al Cártel del Golfo, ya que la organización de Los Zetas tiene pésima fama y sabe que los militares golpean con más energía cuando se confiesa pertenecer a esa organización. Inició en las filas del narcotráfico por dinero, no para llenarse de lujos, sino para mantener a su hija y comprarse comida y sobrevivir.

Todo inició cuando a los 15 años de edad, Sandra se mudó a Cancún, Quintana Roo, para buscar un mejor futuro. En la ciudad turística, su primer trabajo fue como sexoservidora, como ella misma narra en un informe obtenido en 2016 por el Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS).

Te puede interesar: La peque, la sicaria que le gustaba tener sexo con decapitados

De sexoservidora a sicaria

(Imagen ilustrativa)

“Empecé como sexoservidora. Antes había intentado ser edecán: mis senos y mi vientre son mi orgullo porque a pesar de mi embarazo no tengo cicatrices. Metí solicitud a una agencia de modelos que solicitaba muchachas para promover productos en los centros comerciales, pero nunca me llamaron. Me empecé a desesperar. Anteriormente había vendido zapatos en abonos, ropa usada en un tianguis y hasta de cuida niños a domicilio la había hecho. En aquellos días estaba saliendo con un muchacho. Me presentó a una chava que terminó siendo mi amiga. Esa amistad es clave para entender por qué estoy en prisión”, cuenta.

Dicha amiga primero la llevó como sexoservidora a una fiesta de criminales, a partir de entonces se convirtió en halcón, más tarde participó con grupos de secuestro y más tarde ella misma se haría sicaria hasta tener a su mando 53 personas. 

“Me ofreció trabajar de halcón, después fui jefa de los halcones y, al final, me pasaron a secuestros, levantones y a ejecutar a los secuestrados; mi grupo era de 53 personas”, asegura..

Hoy apenas tiene 18 años de edad y está interna en un centro Tabasco, de donde es originaria. Ahí terminó la vida Zeta para Sandra y hoy quiere comenzar una nueva vida, “trabajar, estudiar en la universidad para ser laboratorista dental; vivir tranquila, dedicar tiempo al cuidado de su hija y formar una familia”; pero aún le quedan 4 años de la sentencia que debe cumplir por homicidio y secuestro.

Acepta que no le gustaba estudiar, es algo que le aburría; aunque en casa no sufrió maltrato físico, lo que sí vivió fue un ambiente de drogas y alcohol.

Relató que su padre murió de tuberculosis y no vivió mucho tiempo con ella; su madre, con primaria completa trabajó en plataformas de Petróleos Mexicanos (Pemex), lo que la obligaba a estar durante meses fuera de su casa. Sandra relata con tristeza que nunca tuvo un pastel de cumpleaños o juguetes.

De su círculo de amistades alguien la presentó con la organización de Los Zetas; “me ofreció trabajar de halcón, después fui jefa de los halcones y, al final, me pasaron a secuestros, levantones y a ejecutar a los secuestrados; mi grupo era de 53 personas”.

En el último “jale”, algo salió mal. “Me agarraron en el último secuestro cuando iba por el rescate”.

La vida en la cárcel

Sandra asegura que el encierro le ha provocado ataques de ansiedad y taquicardias. 

“Simultaneamente grito, lloro y siento como que me hago humo; hasta mi sombra se ha enfermado. He tenido gastritis, migran~a, me quejo de los rincones y se me ha caído el cabello. En libertad solamente pensaba en mi rostro, pero nunca en el resto”.

Tras pasar 22 horas al en la celda; a veces sentada, a veces acostada, Sandra intenta  hacer ejercicio en una dimensión de tres por tres metros que comparte con siete mujeres acusadas de secuestro y delincuencia organizada. 

“Una hora a la semana se me permite salir al patio, quince minutos de llamada telefónica y cuarenta y cinco minutos para jugar volibol o caminar alrededor de la cancha de basquet. El resto de los di´as pienso que afuera ya estaría muerta y que por eso Dios me trajo aquí”.

Su mayor temor era que al llegar a la cárcel la esclavizaran y torturaran:

“Cuando llegué a prisión sentí pavor de ser recibida con golpes y amenazas. Tenía miedo de que alguien me esclavizara obligándome a lavarle la ropa, el sanitario o que me chantajeara con dinero para no putearte cotidianamente; afortunadamente no sucedió”, dice. 

Con información de Daily Motion