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Presos han hecho de una cárcel de Uruguay un pueblo comerciante

Dentro de una cárcel a las afueras de Montevideo, hay decenas de emprendimientos por parte de los presos, esto como un experimento social para que rehagan su vida

Escrito en MUNDO el

Rolando Bustamante, además de ser un empresario, es un preso,  quien montó su propia fabrica de bloques dentro de una cárcel a las afueras de Montevideo, Uruguay; con él trabajan 5 presos más, mismos que fabrican un bloque de hormigón tras otro, mientras Bustamante consulta un dispositivo móvil en el que recibe los pedidos de sus clientes y se comunica con sus proveedores, pues dichos bloques serán vendidos en el mundo libre y que parte del dinero alimentará una especie de banco administrado por los reclusos.

Pero la fábrica de bloques no es el único negocio que existe dentro de esa cárcel, al contrario, hay decenas de emprendimientos en la cárcel vieja de Punta de Rieles, un experimento social excepcional.

Allí, los presos son empresarios y trabajan tanto para otros reclusos como para el mundo exterior.

Hay una panadería, pizzería, restaurante, vivero, tienda, peluquería, almacén y muchas más empresas, en las cuales 382 presos trabajan en ellas, mientras que 246 estudian.

La mayoría de los presos no son delincuentes menores, también hay ladrones, asaltantes, secuestradores y homicidas, sin embargo, casi todos quieren rehacer su vida de esta forma honrada, de lo contrario, si no se apegan a este sistema, en un periodo de dos años después de su ingreso serán trasladados a una prisión tradicional.

La cárcel está dirigida por Luis Parodi, un exguerrillero que abrazó la causa de la educación y la rehabilitación de los delincuentes.

La apuesta del proyecto que comenzó en 2012 es convencer a los presos de que trabajar, estudiar, aprender un oficio o crear una empresa les deparará un futuro mejor. A cada uno que llega al penal, Parodi le pregunta qué sabe y qué le gusta hacer. Y allí comienza la historia.

Esto porque Uruguay tiene un grave problema carcelario, el número de presos no deja de aumentar y las últimas cifras lo sitúan en 11 mil.

Caminar por Punta de Rieles es como visitar un pueblo, los presos circulan por las calles mezclados con funcionarios y policías. Un detenido lleva una begonia que le regalará a su madre en la próxima visita: la compró en el vivero de otro recluso. Unos metros más adelante, otro preso carga un pastel de cumpleaños de merengue y fresa hacia la entrada de la cárcel. Es confitero y algunos de sus clientes están en el mundo libre. En la puerta hay alguien esperando para pagar y llevarse el pastel.

"El encierro demuestra en todos lados que no cambia a la gente. Acá la idea es jugar a la realidad", dice Parodi. "Eso sí, si alguno se funde, se funde. Tal como es el mundo real".

El dinero para montar comercios o talleres proviene de las familias de los reclusos o del fondo que ellos mismos administran con autoridades electas por votación.

La libertad de la que gozan los presos es amplia, se puede decir lo que se quiere, tener perro, formar grupos, sindicatos, poseer teléfono y usar internet. Tales facilidades han servido para que algunos las aprovechen para delinquir, pero según Parodi son unos pocos.

Dentro del taller suena música, las paredes están tapizadas de paneles de herramientas, hay maquinarias e insumos industriales. Nadie diría que es una cárcel.

MJP