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Violencias lacerantes, vergonzante silencio

Tenemos que volver los ojos a la violencia policial y en general a la violencia de las fuerzas armadas contra la sociedad civil. | Fausta Gantús*

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Escrito en OPINIÓN el

La violencia de género y la violencia sexual son dos graves males sociales que traslucen y exhiben la barbarie humana. A las cifras alarmantes, aunque desestimadas, de los ataques contra mujeres –entre 9 y 11 son asesinadas cada día en México–, hay que sumar los cometidos contra personas por cuestiones como su identidad o sus preferencias sexuales. Pero, además, en nuestro país –no porque sea el único en el que sucede sino porque es sobre el que me interesa poner la atención– tenemos que volver los ojos a la violencia policial y en general a la violencia de las fuerzas armadas contra la sociedad civil. Negligencia y uso excesivo de fuerza son dos razones que se han esgrimido como explicación –como si explicar fuera suficiente para justificar– en sucesos recientes de detenciones y encarcelamientos que han llevado a la muerte de la víctima. 

Ahí está el caso de la médica Beatriz Hernández, ocurrido en Progreso de Obregón, Hidalgo, en junio de este 2021, encontrada muerta en los separos municipales. Las autoridades señalaron que se suicidó. El año anterior, en mayo de 2020, Giovanni López fue detenido en Ixtlahuacán de los Membrillos, Jalisco y entregado muerto al día siguiente. A los fallecimientos misteriosos en celdas policiales hay que agregar los casos de muerte en las detenciones como la ocurrida en Acatlán, Oaxaca, en junio de ese mismo año cuando el joven de apenas 16 años, Alexander Martínez Gómez, fue asesinado a balazos por la policía municipal. En Tijuana, Baja California, Oliver López fue detenido en junio con tal lujo de fuerza que la bota del agente sobre su cuello lo asfixió hasta matarlo. O qué decir de lo ocurrido en Tulum, Quintana Roo, en marzo de 2021, cuando Victoria Esperanza Salazar migrante salvadoreña, fue detenida y sometida con tal brutalidad que ocasionó su deceso. En este caso en concreto, una tibia vergüenza fue expresada por Andrés Manuel López Obrador, sin que se tradujera en acción alguna.  

Si esto es ya terrible en sí mismo, qué calificativo podemos utilizar para describir el abuso criminal, claramente intencional, perpetrado por elementos policiales contra la ciudadanía a la que en principio deben proteger. Entre julio y agosto de 2019, tres mujeres fueron violadas en la capital de la República, una de ellas en un hotel por dos policías; otra por cuatro agentes policiacos al interior de un vehículo oficial; la tercera por un policía en un Museo. Violaciones sexuales –individuales y colectivas–, golpes, tortura y asesinato se inscriben en la lista y a veces se reúnen en un solo caso como el que acaba de ocurrir en Mérida, Yucatán. José Eduardo Ravelo Echeverría el joven veracruzano de 23 años que fue atacado brutalmente por varios elementos de la policía, violado, golpeado hasta su muerte. Este caso indigna y llama a la reflexión pero también exige acciones concretas del Estado mexicano, que no puede seguir evadiendo su responsabilidad.

Es claro que la descomposición policial no es exclusiva de un lugar sino que recorre el país de extremo a extremo, está metida en las organizaciones municipales, estatales y federales. ¿La solución entonces son las fuerzas armadas reunidas en el Ejército o la Marina? La respuesta es clara: NO. Los datos aportados por estudios serios sobre la brutalidad de estas instituciones militares muestra que un porcentaje mayor al 80% de las personas que son detenidas por elementos de estas corporaciones, denuncian haber sufrido maltrato o tortura, y en el caso de mujeres abusos sexuales –alrededor del 41% de las detenidas fueron violadas–. La Guardia Nacional, que nació con la pretensión de transformar el sentido y la actividad de seguridad, de ofrecer garantías a la ciudadanía, de brindar confianza, resulta que de civil tiene poco y de militar mucho y sus resultados, hasta la fecha, no son muy satisfactorios. A pesar de ello, ha sido facultada para actuar en detenciones y cateos, con lo que el poder que se les otorga es amplísimo. En este mismo contexto de brutalidad incesante la Guardia Nacional y el Ejército reciben del gobierno federal presupuestos millonarios, se les confían labores de todo tipo y se les otorga un poder excepcional, un poder que ningún presidente antes se atrevió a conferirles. 

Gran parte de la sociedad, la mayoría de las autoridades –locales, estatales y nacionales–, e instituciones como la CNDH, entre otras, guardan vergonzante silencio o miran hacia otro lado ante estos temas dolorosos, difíciles, complejos.

Leyes, protocolos, armonización de las normativas institucionales, son algunos esfuerzos que se realizan para tratar de atender y subsanar temas como la violencia de género o sexual, pero en tanto no haya una estrategia integral de alcance nacional, los esfuerzos se diluirán y se quedarán, me temo, en el papel. Lo cierto es que se requieren estrategias legales que vayan acompañadas de al menos dos estrategias paralelas: la real y efectiva aplicación de la ley y la formación y transformación socio-cultural. Y en el caso de las fuerzas armadas un principio de no tolerancia que deje de lado el solapamiento y protección “del honor del cuerpo” militar.

Hay tanto por hacer y al parecer tan poca intención de emprender acciones… Mientras tanto la indignación y la frustración, el sentimiento de impotencia crece en una sociedad agredida por los agentes del orden y de las fuerzas militares, ignoradas por sus autoridades. En este país nos sentimos solos y abandonados, como la madre de José Eduardo llorando frente al ataúd de su hijo mientras exige la reparación del daño. Es cierto, nada le devolverá la vida a su vástago, pero necesitamos saber que al menos habrá justicia en este y en todos los casos. Pero, sobre todo, necesitaríamos tener la certeza de que no se repetirán nunca más.

* Fausta Gantús

Escritora e historiadora. Profesora e Investigadora del Instituto Mora (CONACYT). Especialista en historia política, electoral, de la prensa y de las imágenes en Ciudad de México y en Campeche. Es autora de una importante obra publicada en México y el extranjero, entre las que destaca su libro “Caricatura y poder político. Crítica, censura y represión en la Ciudad de México, 1867-1888”. Ha coordinado varias obras sobre las elecciones en el México del siglo XIX (atarrayahistoria.com) y es co-autora de “La toma de las calles. Movilización social frente a la campaña presidencial. Ciudad de México, 1892” de reciente publicación.