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Vagar en la oscuridad

La gran falta de Fox fue negar el pasado, ignorarlo y llevarlo al olvido, en vez de enfrentarlo y hacerse cargo de él.

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Escrito en OPINIÓN el

Regresaba Tocqueville de América y sorprendido por lo visto en el nuevo diseño político que surgía en los Estados Unidos escribía en La democracia en América: “Retrocedo de siglo en siglo hasta la más remota antigüedad, y no descubro nada parecido á(sic) lo que hoy se presenta á(sic) mi vista. Lo pasado no alumbra el porvenir, y el espíritu marcha en las tinieblas”, según la traducción de Carlos Cerrillo Escobar, edición de Daniel Jorro, Madrid, 1911. En la edición de Aguilar (1990) la cita es un poco más poética: “el pasado dejó de arrojar su luz sobre el futuro, la mente del hombre vaga en la oscuridad” (Trad: Eduardo Nolla).

 

Guardadas todas la proporciones, vivimos tiempos parecidos: el pasado ya nada nos dice, o, mejor dicho, ya no somos capaces de decodificarlo y erramos sin rumbo entre las sombras de la caverna de Platón sin lograrlas descifrar.

 

Pero en nuestro caso el pasado ha perdido su significado, no porque hayamos diseñado, como en aquel iluminado finales del XVIII, un nuevo paradigma político, sino porque de la noche a la mañana nos vaciamos de paradigma.

 

Nuestro caso es más parecido al que Arendt utiliza para abrir su obra Entre el pasado y el futuro (1954) con palabras de René Char: “nuestra herencia no proviene de ningún testamento”. Char, poeta y escritor francés, expresaba así el vacío que significó para su generación la resistencia en Francia. De sopetón todo el entramado político conocido desapareció ante la maquinaria Nazi y quienes jamás pensaron dedicarse a la política y, como señala Arendt, aún en contra de sus propias inclinaciones, tuvieron que hacerse cargo y generar un ámbito público, sin las formalidades de la oficialidad y la publicidad propia de lo público; ámbito que al recuperarse la soberanía volvió a vaciarse para regresar a algo semejante a la Francia prenazi.

 

Un testamento dice qué nos corresponde por derecho, entrega el pasado a un futuro, da continuidad, teje la trama de la historia. Char, al decirnos que su herencia no responde a ningún testamento, no está indicando que el pasado se haya perdido, al fin y al cabo nos habla de una herencia, solo que ésta carece de testamento, es decir, del marco conceptual que, en palabras de Arendt, “selecciona y denomina, que transmite y preserva, que indica dónde están las cosas y cuál es su valor”.

 

Lo que se tiene carece de pasado y de futuro, de carta de navegación, de brújula y firmamento para orientarse. Nada anunció su surgimiento porque, parafraseando a Arendt, ningún testamento lo legó al futuro. Es un geoglifo indescifrable e imposible de valuar. 

 

En nuestro caso la oscuridad es hija del olvido. La tragedia (nuevamente Arendt) empezó “cuando se advirtió que no había una memoria para heredar y cuestionar, para reflexionar sobre ella y recordar”.

 

Para Hegel entender lo ocurrido es reconciliarse con la realidad. Nuestra tragedia, así pues, es vivir una herencia sin testamento, renegar de un pasado y por ello de un futuro; vagar en la oscuridad sin posibilidad de conciliar nuestro pensamiento y acción con la realidad.

 

Guardo en mi memoria el debate de Cuauhtémoc, Zedillo y Fernández de Cevallos. Los dos primeros lo perdieron, además de por su proverbial opacidad, porque no fueron capaces de conciliar su herencia con el testamento del que devenía. Ambos, o se avergonzaban de él o carecían de arrestos para asumirlo, cuestionarlo, recordarlo y proyectarlo al futuro. Negaron su pasado, pero el pasado, dice Antonio Caso, es una verdad metafísica: simplemente es. Nada se gana con negarlo, pero los mexicanos nos obstinamos en hacerlo: las máscaras de Octavio Paz, el jacket porfiriano, la guerra en la sangre de Martín Cortés, los hijos de la Revolución mexicana ambiciosos a los que Lasing (1924) recomendaba educar (aculturar) para que respondan “radicalmente” a los intereses norteamericanos (Ruiz Harrell, El secuestro de William Jenkins, 1992).

 

Negamos nuestro pasado pero éste corre en nuestra sangre: los aztecas negaron su origen chichimeca, el mexicano sus vertientes indígena y española, los conservadores del XIX la Independencia llamando a un güero a gobernarnos, el porfirismo su impronta mestiza, la Revolución su ayer porfirista y el México de hoy su haber postrevolucionario y circunstancia. No entendemos que al negar nuestra realidad y el pasado que la explica, nos negamos y negamos cualquier posible futuro.

 

Admitir el ayer no es asumirlo acríticamente, es hacerse cargo de él, cuestionarlo, aprender su lección.

 

No pretendo hacer una defensa del pasado. Que él se defienda solo y como pueda. Pero como señala Zea, muy acorde a la tradición romana, somos responsables no sólo ante el presente y el futuro, sino también ante el pasado. Así, debemos recuperar los antejuelos que nos permitan leerlo a riesgo de seguir errando en la oscuridad.

 

Nuestra adicción a un génesis con cada sexenio es absurda y suicida.

 

Requerimos reconciliarnos con el pasado pero bajo un espíritu homérico, sin exclusiones. Homero cantó la gesta de los Troyanos junto con la de los Aqueos, nos legó la gloria de Aquiles, pero también la de Héctor. Porque toda historia cercenada o prejuiciada no es historia y no reconcilia.

 

La gran falta de Fox fue negar el pasado, ignorarlo y llevarlo al olvido, en vez de enfrentarlo y hacerse cargo de él. Ese pasado que tanto negó (y se sigue negando), irresoluto, terminó por arrumbarlo a él en la oscuridad. Al igual que Fox, nos obstinamos por renegar de nuestro ayer para vagar en la oscuridad.

 

@LUISFARIASM