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Usos y costumbres

Varios estudiosos consideran que los usos y costumbres se colocan por encima del Estado mexicano.

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Escrito en OPINIÓN el

La lucha de las comunidades indígenas de Chiapas -por tener una mayor participación en las decisiones de la sociedad- se prostituyó. Bajo el manto de la impunidad que les dan sus propios sistemas normativos, denominados “usos y costumbres” hacen los que les viene en gana.

 

En la mayor parte de los pueblos se violan abiertamente los derechos humanos de la mujer y del turismo. La primera es un cero a la izquierda en la toma de decisiones, son violentadas constantemente y ningún organismo defensor de los derechos humanos o grupos feministas se pronuncian al respecto. Los segundos tienen que sufrir el maltrato constante de los bloqueos carreteros o cobros de “peaje”.

 

A la entrada de Zinacantán, un grupo de jóvenes mujeres cobran 15 pesos por persona. Se desconoce el paradero de ese recurso, pero las indígenas desde una pequeña “caseta” argumentan que toda persona que desee conocer su territorio tiene que pagar el “portazgo” o “peaje” para cruzar el límite entre la carretera y el acceso al territorio.

 

La costumbre o la tradición ya adquirió rango de legitimidad y, desde esa perspectiva, se busca justificar los cobros indebidos o atropellos. Hay denuncias ciudadanas de cobros o intentos de linchamientos cuando alguna persona, por accidente, ha atropellado alguna gallina, un perro o marranos. Los cobros van de 15 a 30 mil pesos y si el atropellado es un indígena la suma se eleva a los 300 mil pesos.

 

Aunque las autoridades trabajan en el fortalecimiento y consolidación de políticas públicas justas, equitativas e incluyentes para el desarrollo integral de los pueblos y comunidades indígenas de Chiapas, algunos malos dirigentes indígenas manipulan a su antojo a los habitantes de sus comunidades. Con la sola orden de ellos una persona puede ser linchada.

 

En la mayoría de los municipios indígenas se violan la Constitución. Los usos y costumbres deben eliminarse pues es “común”, para los varones, que las mujeres sólo estén en su casa echando tortillas, cocinando, cuidando a sus hijos y esperando al marido, pero ellas mismas deben cargar la leña para cocinar.

 

Varios estudiosos del tema consideran que esos usos y costumbres se colocan por encima del Estado mexicano. La mujer vive en semi-esclavitud. Sometidas al mandato imperativo del esposo y no tienen derecho a nada ni les permiten superarse, estudiar, llevar cursos y no les permiten ir al médico, a menos que quien las atienda sea una mujer.

 

Los hombres tienen la palabra y la decisión. No aceptan que las mujeres estén de igual a igual o que sea una ellas quien los gobierne y consideran que no debe existir la igualdad que se promueve en el mundo. El único derecho de muchas mujeres es “aprender” a atender al marido, y viven un sometimiento económico, sexual, cultural y no les permiten, abiertamente, ejercer sus derechos.

 

Un grupo de 13 personas que se resistió a pagar el último domingo 195 pesos por ingresar a Zinacantán o el “Lugar de los murciélagos” fueron impedidos de conocer ese territorio nacional, donde la gente baja todos los domingos de sus cerros hacia el pequeño valle para refugiarse en la Iglesia de San Lorenzo, su espacio sagrado.

 

Desde lo alto de Zinacantán se observan grandes invernaderos donde los zinacantecos producen flores y hortalizas. Hay quienes sospechan que desde ahí también se producen marihuana y amapola pero como nadie puede ingresar es difícil corroborar esa versión. En el poblado hay lujosas camionetas, indígenas de sombreros y ponchos blancos y costosas residencias. “Con la venta de flores difícilmente se hace eso”, comentó un visitante.

 

Los zinacantecos han sido comerciantes de ámbar y sal desde la época de los mexicas. Hoy venden de todo: frazadas, carne ahumada, elotes (mazorcas de maíz tierno) asados o hervidos, piña con chamoy picante, pescado asado, traído desde la costa, ropa, manteles, flores, vehículos.

 

En Zinacantán, distante apenas a diez kilómetros de San Cristóbal de Las Casas, los habitantes conservan sus ancestrales trajes y con ellos salen a festejar al Santo Patrono y con esas mismas vestimentas bailan al ritmo de bandas como La Arrolladora, Ak-47, Limón, Cuisillos, Machos o con cantantes como Julión Álvarez, entre otros. Aquí la autoridad no escatima recursos para tener contenta a la gente.

 

Hay mucha viveza e incluso aprovechamiento del desconocimiento de los turistas en las tradiciones del pueblo a quienes les venden ropas como recién confeccionadas a mano cuando en realidad es ropa usada y hecha en máquina.

 

A pesar de la actitud hostil de algunos pobladores, Zinacantán es un bello pueblo en pleno esplendor. Los ciudadanos guardan profundo respeto por los cerros porque es ahí donde están los cementerios, donde se han enterrado a sus familiares, a los jerarcas, a miles de ciudadanos que son considerados los guardianes eternos del pueblo. Las lápidas son revestidas con flores.

 

Asentada a 2,100 metros sobre el nivel del mar y con apenas 30,000 habitantes, Zinacantán está moldeado con historia, leyendas y rituales y huipiles emplumados que portan las mujeres y que les sirven de abrigo en todas las temporadas del año. El color púrpura camina por las calles en los trajes de sus indígenas, en su religión maya, en el sincretismo religioso, en la desbordante naturaleza, en los altares de los adivinadores y sacerdotes que en silencio, en medio de una nube de ocote y con velas entran a la Iglesia, se arrodilla, rezan, gimen, lloran.

 

Este es Zinacantán, la tierra y cuna de una estirpe que se comienza caer en el juego de la modernidad. Lástima que por su territorio ya no se pueda caminar libremente.

 

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