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Un poeta nicaragüense de nombre Salomón de la Selva

La miseria humana que trajo la Primera Guerra Mundial fue registrada en la mente del poeta.

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Escrito en OPINIÓN el

Salomón de la Selva nace en una de las ciudades más importantes de Nicaragua el 20 de marzo de 1893, León. Localidad situada a escasos kilómetros del pacífico en aquel país, que lo acogió con su ambiente tropical en sus primeros 12 años de vida. Desde muy niño dio muestras de una agudeza mental y una firmeza en sus creencias, que lo acompañarían todo el tiempo como sus características más notables. Excelente orador y poseedor de un bagaje cultural amplio.

 

Se ganó sorpresivamente la admiración del general José Santos Zelaya, presidente de la República de Nicaragua (1893-1909). El general Zelaya le ofreció a los 12 años de edad una beca para estudiar en la ciudad de Nueva York, Estados Unidos. Aquella primera salida al extranjero influiría radicalmente en el futuro poeta.

 

Ya en la nación anglosajona, el joven Salomón, se ve empujado a ejercer varios oficios al concluírsele la beca junto con la Presidencia de Zelaya. De mensajero a mesero, de mesero a vendedor de periódicos, de vendedor de periódicos a encargado de abarrotes, de encargado de abarrotes a ayudante en los muelles de Nueva York…

 

Diversos empleos ejecutó con diligencia, no pasaron muchos años para que aprendiera con maestría el inglés, hablándolo como si de su lengua materna se tratase; primaveras más adelante publicó su primer libro en este idioma, Tropical Town and Other Poems (1918), en esa misma fecha, antes de concluir la Primera Guerra Mundial, se alista en el ejército y lucha en Europa bajo la bandera de Jorge V con el objetivo de emigrar al Viejo Continente –su abuela era inglesa–, esta experiencia bélica le serviría para que cuatro años más tarde dé a conocer El soldado desconocido (1922), su obra más reconocida y valorada.

 

La miseria humana que trajo la Guerra Mundial, y que fue registrada en la mente del poeta, se vio reflejada a través de un espejo nítido para: contemplar la textura de la muerte, la sudoración que produce la desesperanza y el frío en los ojos dejado por la derrota personal en un valle desolado, resultado de la frustración.

 

Grandes escritores perdieron la vida en el campo de batalla, el alemán Trakl, el francés Apollinaire; y otros tantos, como Eluard, quedaron dañados por los efectos de las sustancias químicas. Esa primera gran guerra asentó las bases de una nueva generación de artistas del siglo XX, puede decirse que es una literatura sin fronteras, con una particular riqueza creativa y una libertad de imaginación que presentan excepcionales caracteres de universalidad. Erich Maria Remarque sacó literalmente el demonio traído por el conflicto, Thomas Mann hizo lo propio al igual que Franz Kafka, James Joyce o Marcel Proust; cada uno a su manera.

 

Para Salomón de la Selva la Primera Guerra Mundial fue, sin duda, la mayor catástrofe que hasta entonces recordaba, dejándole como saldo un conjunto de poemas directos, prosaicos y en un tono de brutalidad que buscan la rima. El soldado desconocido: El relato bélico contemplado por un soldado.

 

En su madurez, realizó insuperables traducciones de poetas griegos y a través de su obra presenta las culturas y tierras americanas que a lo largo de su existencia fueron la base de su inspiración. Gran parte de su vida transcurre en México, país en el que publica la mayoría de sus trabajos, ocupando distintos cargos públicos dentro de la administración federal para más tarde partir a Europa como embajador de su nación ante el Vaticano.

 

Fue también un excelente prosista, además que la totalidad de su producción poética quedó dispersa en folletos, periódicos y revistas en por lo menos un cuarteto de idiomas; escribió una única novela, La vida de San Adefesio (1932) con alto contenido autobiográfico.

 

En 1952 aparece en México su magno relato Ilustre Familia, 1000 ejemplares numerados financiados por el entonces presidente Miguel Alemán Valdés (Salomón era asesor político del mandatario), con tal alarde de recursos tipográficos, que se ha convertido en una verdadera joya de la tipografía mexicana. En él, el autor plasma su afición por la Grecia antigua.

 

Salomón de la Selva engendró dos hijos, uno de ellos, el menor, lo procreó con la artista alemana Betty Schroeder. En el otoño de 1995 conocí, en el puerto de Veracruz, a Juan de la Selva Schroeder, hijo del poeta nicaragüense, hombre culto con quien atesoré una amistad sincera hasta su fallecimiento en 2005.

 

Sosteníamos pláticas interminables en las que abordábamos diversos temas aderezándolos con las anécdotas de su padre, él puso en mis manos un ejemplar de El soldado desconocido y me obsequió, meses previos a su muerte, la Ilustre Familia, un portento de obra erudita y visual de la que por cierto, se conservan contadas piezas, además de mostrarme el valor de la obra salomónica.

 

En 1959 la muerte sorprende en París a Salomón de la Selva, a los 66 años. El único que se ocupó de él, con motivo de su fallecimiento fue Alí Chumacero, quien escribió un obituario en el que se refiere a los escasos libros que publicó el poeta y los periodos tan largos de publicación entre libro y libro que dispersaron su obra, hasta el anonimato.

 

Pedro Henríquez Ureña, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo y José Emilio Pacheco reconocieron el trabajo de De la Selva como “un fundador de nuestra vanguardia, inaugurando la ‘antipoesía’, que tiene en el prosaísmo uno de sus rasgos expresivos más importantes”.[1] Octavio Paz epilogó de él: “Fue el primero que en lengua española aprovechó las experiencias de la poesía norteamericana contemporánea; no sólo introdujo en el poema los giros coloquiales y el prosaísmo sino que el tema mismo de su libro único –El soldado desconocido– también fue novedoso en nuestra lírica: La primera guerra vista y vivida”.[2]

 

Pienso que no cabe mejor muestra de la labor de Salomón de la Selva, primer traductor al inglés de Rubén Darío, que su poema titulado La bala: “La bala que me hiera/será bala con alma./El alma de esa bala/será como sería/la canción de una rosa/si las flores cantaran,/o el olor de un topacio/si las piedras olieran,/o la piel de una música/si nos fuese posible/tocar a las canciones/desnudas con las manos./Si me hiere el cerebro/me dirá: Yo buscaba/sondear tu pensamiento./Y si me hiere el pecho/me dirá: ¡Yo quería/decirte que te quiero!”[3]

 

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[1] José Emilio Pacheco, “Notas sobre la otra vanguardia”, en Revista Iberoamericana, núms. 106-107, enero-junio de 1979.

[2] Octavio Paz, “Epílogo”, en Laurel, 2da. Edición, Trillas, México, 1986, p. 496.

[3] Salomón de la Selva, “El soldado desconocido y otros poemas”, Fondo de Cultura Económica, México, 1989, p. 73.