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Un día sin iPhone

La pérdida de empatía también se expresa en la gente que estando presente, está como ausente, enganchada en una conversación a distancia.

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Escrito en OPINIÓN el

En el año 2010, en una de sus columnas en La Jornada, Arnoldo Kraus propuso que la humanidad dejara de utilizar por un día sus blackberries. Seguramente su planteamiento angustió a más de uno. ¿Cómo soportar 24 horas amputado de una de mis extremidades vitales? ¿En qué prestaría la atención de camino al trabajo? ¿Acaso me vería obligado a convivir con quien se me ponga en frente? ¿Y si caigo en un ataque de ansiedad por haberme perdido las últimas actualizaciones en mis redes sociales?

 

Visto a 6 años de distancia, su preocupación fue premonitoria: El uso y el auge de los smartphones crearían una dependencia enferma que tendría todos los visos de convertirse en epidemia. Describía sus síntomas: Despersonaliza, aleja a las personas, impide el contacto físico, consume tiempo, es altamente contagiosa y enemiga de la reflexión. Muchos caminan mientras escriben, otros han enmudecido, muchos dejan de mirar, y, no sé cuántos, pero es muy probable que muchos, sospechaba Kraus, frenan el acto amoroso para atender las exigencias de su teléfono.

 

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Por malas pasadas de la ironía, en pocos años su ilusión de un mundo sin blackberries se cumpliría. Hoy son reliquias que se exhiben en museos. La destrucción creativa del capitalismo se encargaría de colocar en el mercado smartphones más atractivos y adictivos. Los  iPhone y los Android son una nueva epidemia con mayor tasa de contagio.

 

Hojeando el New York Review of Books me encontré con un ensayo sobre las novedades literarias en torno a los efectos de la tecnología en las interacciones humanas. En We Are Hopelessly Hooked, Jacob Weisberg dibuja un panorama preocupante para la convivencia entre las personas:

 

Los estadounidenses dedican en promedio 5 horas y media al día a Internet, más de la mitad de ese tiempo lo hacen desde las pequeñas pantallas de sus teléfonos. Tres cuartas partes de los jóvenes entre 18 y 24 años de edad reconocen que lo primero que hacen al despertarse es revisar sus teléfonos. Una vez fuera de la cama, los norteamericanos los revisan 221 veces al día, esto es, en promedio, cada 4.3 minutos.

 

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La mitad de los jóvenes en aquel país reconocen que utilizan sus teléfonos con el fin de evitar interactuar con quienes los rodean. Tal como se observa en la exposición fotográfica Removed, de Eric Pickersgill, rápidamente hemos asumido que la expresión corporal de alguien sujetando con una mano su dispositivo móvil, con la mirada puesta en la pantalla, refleja inaccesibilidad e indisposición a interactuar. Estar enganchado a un teléfono equivale a llevar colgado un letrero que dice “No molestar”.

 

Weisberg se pregunta qué implica este súbito cambio. En pocos años pasamos de una sociedad en la que la gente caminaba por la calle y se veía a los ojos, a una en la que caminamos viendo a una pantalla. Ofrece algunas hipótesis. Esta acelerada transformación en las comunicaciones está degradando la calidad de las relaciones humanas, tanto en las familias como entre los amigos y los colegas del trabajo. En cuanto a las parejas sentimentales, aplicaciones como Tinder han instaurado una cultura de citas en la cual la ilusión de opciones infinitas ha socavado la capacidad para establecer compromisos emocionales duraderos.

 

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Autores como Sherry Turkle han estudiado cómo entre los jóvenes la configuración de su perfil de Facebook está alterando la idea que tienen de sí mismos.  La hiperconectividad está acabando con el disfrute la soledad, lo cual aumenta la dependencia a los demás y sobre todo la necesidad de su validación y reconocimiento. Los likes se han convertido en proteínas para la autoestima. La pregunta quién soy, ya no es introspectiva: ahora se responde pretensiosamente en los muros de Facebook. Pasamos del pienso, luego existo, al comparto, luego existo.

 

Lo que se está perdiendo es la empatía. Algunos profesores de secundaria describen a sus estudiantes como individuos que no pueden hacer contacto visual o responder con lenguaje corporal. Tienen problemas escuchando y hablando con sus profesores y no pueden ver las cosas desde un punto de vista diferente al suyo o reconocer cuando han lastimado a alguien.

 

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La pérdida de empatía también se expresa en la gente que estando presente, está como ausente, enganchada en una conversación a distancia. No prestar atención a quien tienes en frente por estar enganchado al teléfono es algo que a todos nos parece irritante e irrespetuoso, pero que de manera ascendente se está volviendo la norma. Es desesperante compartir una taza de café –o en su defecto unos tarros de cerveza– con alguien que no te presta atención, cuya mente está concentrada en el chat en su pequeña pantalla (reconozco que me he cachado haciéndolo). Despoja de todo encanto al encuentro amistoso y a la sobremesa, ese placentero momento en el que el tiempo queda sometido a los vaivenes de la charla y las prisas quedan por un instante suspendidas.

 

¿En qué momento permitimos que esto nos pasara? ¿Cómo educar a los hijos en el uso adecuado de las nuevas tecnologías de comunicación cuando los padres son también usuarios compulsivos? Nos guste o no, la era digital ha llegado para quedarse. Conforme vayamos adentrándonos será indispensable encontrar respuestas a estas y otras preguntas. A no ser que el objeto poseído termine por poseer a quien se creía su dueño, y que el invento termine devorando a su creador.

 

Podríamos comenzar con probar, ¿cómo sería un día sin iPhone?

 

@EncinasN

@OpinionLSR