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Templete sexenal

De aprobarse la revocación, habremos de despedirnos del gobierno y sufrir un sexenio de campaña. | Luis Farías Mackey

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Escrito en OPINIÓN el

La función hace al órgano. Si ello es así, la disfunción (desarreglo en el funcionamiento de algo o en la función que le corresponde; alteración cuantitativa o cualitativa de una función orgánica), por igual, lo condiciona y deforma.

Por su parte, la adicción (dependencia de sustancias o actividades nocivas para la salud o el equilibrio psíquico; afición extrema a alguien o algo), somete al sujeto a su forzosa administración o presencia.

Pues bien, creo que estamos ante sendos fenómenos de disfuncionalidad y adicción en tratándose de la discusión, del todo gratuita, de la revocación de mandato. Me explico.

De entrada habrá que puntualizar que la Constitución establece un período fijo para el ejercicio del cargo de presidente de la república: “… y durará en él seis años.” (Art. 83). A su vez, el Artículo Décimo Sexto transitorio (de la reforma del 2014) dispone una excepción por lo que “el período presidencial comprendido entre los años 2018 y 2024 iniciará el 1º de diciembre de 2018 y concluirá el 30 de septiembre de 2024”.

La elección del año pasado se celebró bajo esta condicionante que es, además, inalterable, salvo por causa de fuerza mayor. Por tanto, cualquier cambio que se pretenda hacer sobre ella deberá disponerse para el Ejecutivo que se elija en un futuro, éste ya fue electo bajo la taxativa hecha valer, misma que prevalece y le obliga a él, al igual que al Constituyente Permanente. Pretender disminuir el período es tan imposible como intentar alargarlo. No estamos, además, hablando de cargos de fácil reposición, habida cuenta que está de por medio la Nación. Pongámonos en el supuesto que en el 21 la gente vota por la revocación; cómo, cuándo, de qué forma, con qué costos políticos, económicos y sociales se tendría que procesar, qué dinámicas se desatarían, por qué meter a México en ese berenjenal.

Dicho lo anterior, paso a discurrir sobre las causas insultantemente obvias que animan los ardores revocatorios que palpitan en ¡el propio poder! ¡Vive Dios! Y las no tan evidentes e impúdicas.

Solo una razón y cálculo conscientes animan la impostura supuestamente democrática de la propuesta de revocación de mandato al tercer año del actual gobierno: la urgencia de que el dueño del movimiento llamado Morena aparezca en la boleta y haga campaña abierta en busca de repetir el efecto de arrastre electoral en la elección intermedia de Cámara de diputados.

Hagamos memoria. El año pasado, gracias a las elecciones concurrentes (elegir casi todo junto con la elección de presidente), un número muy nutrido de electores votó, como suele ser el voto ciudadano, a lo tarugo: sin saber por quién votaba para senador, diputado federal, gobernador, diputado local o presidente municipal; cruzaron todas las boletas con López Obrador en la mente y el odio y el rencor, sabia y debidamente destilados, en la tripa. Hoy muchos se sorprenden por los bultos que observan en los diferentes ámbitos del poder público, sin percatarse que la causa de su presencia fue el fenómeno de arrastre que suele ejercer el candidato presidencial sobre los demás candidatos bajo sus siglas y colores.

Pero resulta que en las elecciones del 2021 no habrá elección de presidente y los candidatos de Morena irán sin salpimentar, sin la sombra protectora y sin el espejismo de la popularidad de López Obrador y, sí muy probablemente, bajo el peso de todas sus decepciones y damnificados por sus actos y decisiones.

Hasta aquí lo obvio: López Obrador, para evitar el riesgo de perder su poder absoluto en el Congreso, requiere estar a como dé lugar en las boletas en casilla e infundir a las campañas de diputados del 21 el halo de su popularidad y las condicionantes de su política clientelar y asistencialista. Por eso, entre otras cosas, su ciega y obtusa renuencia a que existan intermediarios entre el asistenciado y él. “There can be only one” (Highlander).

Además, la revocación es la vacuna legaloide para no caer en delito electoral ni ser acusado de inequidad en la contienda al utilizar recursos y poder para impulsar en proceso electoral las causas del gobierno desde el gobierno. Nadie le podrá decir “Cállate chachalaca” ni acusar de indebida intromisión, habida cuenta que será un actor más de la contienda en la legítima defensa de su desempeño.

Ahora bien, es posible que haya, además, elementos no tan evidentes, definitivamente inconscientes y, tal vez, de mayor envergadura en la escala de valoración y decisión presidenciales, ergo, en el estilo personal de gobernar 4T: López Obrador ejercitó durante toda su vida los órganos necesarios para la agitación política y la campaña electoral. Todo su ser está condicionado por estas actividades y, además, les es adicto.

Ante los ojos del mundo entero un López Obrador se muestra en las mañaneras y otro, transformado, enardecido, manoteador, tajante y flamígero en los templetes de las concentraciones cada vez más nutridas que le suelen armar. Pronto veremos escenarios propios del Tercer Reich. Al tiempo.

El López Obrador verdadero es el de los mítines; ahí se siente a sus anchas, ahí el pueblo le responde e infunde seguridad y certeza; ahí no hay preguntas incomodas, ni analistas o adversarios aviesos, ni explicaciones que dar, ni contradicciones que desfacer.

Muy por el contrario, el quehacer gubernamental le agobia y enfada; allí, aunque no le haga caso, la realidad le replica, no se pliega a sus consignas ni aplaude sus envestidas; por el contrario, se impone renuentemente a su voluntarismo, a sus cifras, a sus proyecciones, a sus mentiras. Por ello termina las mañaneras y corre al avión a tomarse fotos, a las vallas a dejarse adorar, al templete a reinar.

Introducir en su gobierno el requerimiento de ser reconfirmado a la mitad del mandato a su encargo y obligación, le franquea la puerta a lo suyo, a la campaña permanente, al templete sexenal.

Ojo, no a buscar la eficacia gubernativa, no a tomar la mejor decisión para México, no a arrostrar la realidad y las consecuencias de gobernar; sino a asegurar la popularidad que lo confirme en un cargo que no demanda revalidación, con el plus de ayudar a sus desconocidos candidatos que, como los del 18, podrán ocultar sus fortalezas, debilidades y anonimato, tras la figura resplandeciente y cegadora, ahora, de un presidente abiertamente en campaña.

López Obrador lograría así, desentenderse de la incómoda carga de gobierno, obligado, por él mismo, a regresar a campaña; a hacer lo que sabe y le gusta hacer, a lo que está condicionado, a lo único que ha hecho en su vida; pero, además, a solazarse en la adicción de la que es rehén y víctima, llevándonos en su prisión y penitencia.

De aprobarse la revocación, habremos de despedirnos del gobierno y sufrir un sexenio de campaña.

Finalmente, yerran el tiro los que asocian revocación con la reelección, ésta se inscribe en otra dinámica y tiempos. Reelección, además, que no creo posible; no por falta de apetito del interesado y menos porque vaya honrar su palabra y firma, sino porque la salud y la edad se habrán de imponer a sus ansias templeteras.

Villanía como destino manifiesto

@LUISFARIASM | @OpinionLSR | @lasillarota