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Tache en política alimentaria

Antes de la pandemia las tendencias ya eran malas; crecía la obesidad y al mismo tiempo la desnutrición. | Jorge Faljo

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Escrito en OPINIÓN el

En el reporte “Panorama Social de América Latina 2020” la Comisión Económica para América latina y el Caribe clasifica a los países de la región en tres grupos de acuerdo a sus niveles de pobreza y pobreza extrema. El primer grupo cuenta con solo dos países, Chile y Uruguay, y en ellos la pobreza es del 10 por ciento o inferior, y en estos casos la pobreza extrema se encuentra abajo del dos por ciento.

Un segundo grupo tiene niveles de pobreza en torno al 20 por ciento y de pobreza extrema de alrededor del 5 por ciento. Lo integran Argentina, Brasil Costa Rica, Ecuador, Panamá y Perú. El tercer grupo de países que presentan la peor situación con tasas de pobreza superiores al 30 por ciento y de pobreza extrema por arriba del 10 por ciento. Aquí se encuentra México, Bolivia, Colombia, Guatemala, Honduras y Nicaragua.

Para la CEPAL pobreza es no poder satisfacer necesidades básicas no alimentarias y la pobreza extrema implica un nivel de ingreso que no permite satisfacer ni siquiera las necesidades nutricionales.

Mientras que el promedio de la población en condiciones de pobreza en América Latina fue del 30.5 por ciento en 2019, en México era del 41.5 por ciento. En cuanto a pobreza extrema estábamos algo abajo del promedio de la región que era del 11.3 por ciento y en México del 10.6 por ciento.

Con la pandemia la situación empeoró en toda la región; pero resulta que empeoró más en México que el conjunto. Aquí la pobreza extrema creció del mencionado 10.6 a un 18.4 por ciento. Pero en toda América Latina subió del 11.3 a un 15.8 por ciento.

En pobreza no nos fue mejor. Creció en México del 41.5 al 50.6 por ciento; mientras que en toda América Latina sólo creció del 30.5 al 33.7 por ciento.

Uno de los factores del menor crecimiento de ambos niveles de pobreza en el resto de Latinoamérica fueron las transferencias sociales. Limitaron el crecimiento de la pobreza extrema en 3.3 por ciento, en México sólo lograron contener su incremento en 0.1 por ciento. También redujeron el incremento de la pobreza en general en 3.5 por ciento; en México las transferencias sociales tuvieron, siempre de acuerdo a la CEPAL, cero impacto en limitar el incremento de la pobreza.

No nos hagamos ilusiones; la comparación nos deja pésimamente mal parados. En ambos niveles de pobreza, la general y la extrema, teníamos uno de los más altos porcentajes antes de la pandemia; a lo largo del 2020 tuvimos uno de los mayores incrementos en ambos niveles y fuimos el país con el peor desempeño del gasto social desde la perspectiva de mitigación de la pobreza y la pobreza extrema.

Muchos dirían que México no es un país pobre; pero es sin duda un país de pobres. Pobres que parecen vivir en otro país, porque aquí no parecemos darnos cuenta de su existencia.

Es paradójico que, en los Estados Unidos, definitivamente un país rico, la información sobre sus pobres y en particular sobre las dificultades que enfrenta una parte de su población para alimentar a sus hijos y a sí mismos es parte de la información cotidiana y atender a estas carencias es parte del gran paquete económico de la administración Biden para enfrentar la pandemia.

No tenemos aquí ese nivel de seguimiento mediático sobre esa parte de México, más de la mitad de la población en pobreza. Sabemos muy poco sobre cómo está luchando para tener para comer, pagar la renta, al tiempo que cuida a sus hijos y sale a la calle a ganarse la vida.

Pandemia y alimentación requieren una estrategia simultanea de doble carril. Si algo lo prueba es que el pasado 4 de marzo, el titular de la Dirección General de Epidemiología, el ahora bastante conocido José Luis Alomía Zegarra, declaró que la obesidad que actualmente padecen más de 50 millones de mexicanos “es el principal factor de riesgo para que una persona contagiada de coronavirus desarrolle síntomas graves y en consecuencia pierda la vida”. Por lo menos, dijo, el 47 por ciento de las personas que han fallecido por covid tenían obesidad y lo mismo ocurre en los pacientes graves.

México tenía ya antes de la pandemia una de las poblaciones más mal alimentadas del planeta. Entre los 37 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, el país con mayor población con sobrepeso y el segundo con población obesa. La obesidad reduce la expectativa de vida de los mexicanos un promedio de 4.2 años que son sobre todo de tiempo laborable y de ese modo contribuye a la persistencia de la pobreza. Además, más de la tercera parte del gasto en salud tiene que dedicarse a atender enfermedades asociadas a la obesidad.

Antes de la pandemia las tendencias ya eran malas; crecía la obesidad y al mismo tiempo la desnutrición. De 2012 a 2018 la prevalencia de anemia en menores de cinco años subió de 23.3 a 32.5 por ciento. Hay que considerar que la anemia es un indicador bandera de una carencia generalizada de micronutrientes, vitaminas y minerales. Al mismo tiempo creció la obesidad infantil. Tal combinación aparentemente paradójica revela una alimentación cada vez más centrada en alimentos chatarra, engordadores, pero sin nutrientes, y cada vez menos variada, con menos plantas, verduras, frutas y legumbres.

Ahora, con la pandemia, la situación se está agravando. Una gran parte de los hogares ya pobres y la mayoría que está cuidando su gasto, concentran su alimentación en lo barato y fácil. Es decir que se alejan de una dieta diversificada y saludable.

Allá, por principios de la actual administración se creó un Grupo Intersecretarial para la Seguridad Alimentaria en el que altos funcionarios de la Secretaría de Salud, la de Agricultura y Desarrollo Rural, el Instituto Nacional de Salud Pública, las secretarias de Educación Pública, la del Medio Ambiente, la Secretaría de Gobernación y el DIF entre otras dependencias. El diagnóstico y las medidas correctivas posibles eran claros y un poco grandilocuentes: modificar el sistema alimentario, los malos hábitos alimenticios, la atención sanitaria y nutricional, promoción de canastas de alimentos saludables, por ejemplo.

Pero, entre el dicho y el hecho… llegó la pandemia.

Pero no por defendernos del covid-19, el problema agudo, hay que dejar de lado el problema crónico, la mala nutrición que nos hace vulnerables y nos atrapa en una espiral negativa de empobrecimiento crónico.

Mejorar el impacto de las transferencias sociales requiere acciones focalizadas para el acceso, la asequibilidad (poder pagarla) y una diversificación saludable de la alimentación. Todo ello sobre una plataforma de información adecuada, de participación social y de encarecer lo que daña y abaratar lo saludable.