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Soñar la ciudad

Nos urge soñar la ciudad y llegar a ese punto mejor, que no sabíamos que existía. | Roberto Remes

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Escrito en OPINIÓN el

El iPhone y el iPad son de esos productos que no sabíamos que necesitábamos. No son los únicos. La masificación en el uso de productos plásticos, eléctricos y electrónicos, ha cambiado la vida de cientos de millones de personas en el planeta. Alguien dijo, en el momento adecuado, tú necesitas esto, y ocurrió. No fueron innovaciones democráticas. Solo encontraron su momento.

El metro es una de las evoluciones del tren, pero a la vez responde a la visión de un grupo de personas que encuentran el momento adecuado para que el transporte se masifique. Esto ocurrió hace más de 150 años y tardó 100 para llegar a México. Sólo una élite sabía lo que era el metro, no sus beneficiarios a lo largo del tiempo. De hecho fueron empresarios mexicanos que, con la asistencia francesa, convencieron al presidente Gustavo Díaz Ordaz de hacerlo. No fue producto de la planeación democrática.

Como acto visionario no está exento de defectos. Con el paso del tiempo, los vestíbulos, andenes y trenes se han quedado chicos. Nadie podría haber imaginado en su momento la saturación alcanzada por algunas líneas y estaciones.

Pero una vez construido el metro, nos hemos seguido por la misma inercia. El metro es una solución conveniente, aunque algunas de las ampliaciones han tenido problemas. Alrededor de las estaciones han emergido los círculos del infierno de la Divina Comedia: comercio informal, transporte desordenado, basura, inseguridad, caos.

¿Cuántos ciudadanos quisieran decir “vivo a 20 metros de la entrada de la estación”? Bajo la situación actual muy pocos desearían vivir a menos de 100 metros de una estación, así sean usuarios regulares.

A lo largo de los 50 años del metro, la ciudad ha sido víctima de innovaciones a capricho. Como Díaz Ordaz hizo el metro, Luís Echeverría tenía que buscar otra ruta, prefirió impulsar vialidades como el Circuito Interior. López Portillo impulsó la expansión acelerada del metro pero muy a capricho, como la línea 4, cuya inspiración fueron las líneas de metro elevado de París, sin realmente tener en cuenta un origen y un destino relevantes, con el agravante adicional de que en esos mismos años se destruyeron bellas avenidas para convertirlas en los ejes viales.

Podría seguir enumerando las improvisaciones, sin centrarme en las que acuso cometerá este gobierno al construir el trolebús elevado en Ermita Iztapalapa y el teleférico en Cuautepec.

¿Por qué estas grandes obras no trascienden el horizonte sexenal, ni desde su concepción ni hacia su continuidad? ¿Por qué distan tanto del acto visionario de Haussmann en París, Cerdá en Barcelona, entre otros grandes urbanistas? Esto aplica también para el ordenamiento territorial, la dotación de agua potable o la construcción de una red de drenaje que hoy, por lo regular, mezcla agua de lluvia con residuos sanitarios. Hoy todos los incentivos están trazados para improvisar, pero también hay falta de visión.

¿No tendríamos que estar soñando una ciudad de otro nivel antes de seguir cometiendo errores? En teoría la discusión en torno a la Constitución de la Ciudad de México representó esa discusión; el resultado, me parece, es un documento muy rico, pero en el plano filosófico. Toca ahora dar el paso a la transformación urbana.

La reciente Ley del Sistema de Planeación del Desarrollo de la Ciudad de México dejó sinsabores, quedó a deber. No es que impida la transformación de la ciudad, pero tiene mucho que ver con la estrategia de la actual Jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, de dejar plasmada su propia perspectiva y no abrir un proceso democrático y deliberativo en torno al desarrollo de la ciudad. ¿Es suficientemente visionaria para llevarnos a un punto mejor que no esperábamos encontrar? El trolebús elevado y el cablebús improvisado alimentan el escepticismo.

Temo que esté dominando, desde hace varios lustros, un gran conservadurismo, bajo el síndrome de quien con leche se quema, al jocoque le sopla. Esta ciudad ha sido víctima de demasiadas improvisaciones y éstas no pararán, por ello, la resistencia al cambio parece la decisión más racional, se tenga o no razón.

Tal vez por ello creo que lo que más conviene sea soñar. Decir a los cuatro vientos los grandes proyectos que creemos necesita la ciudad, tratar de generar convergencias, empatías, imaginario común, para que al menos sean los sueños los que nos jalen. Que el metro llegue a 3 kilómetros de cualquier hogar metropolitano, que cosechemos agua de lluvia y se acaben las inundaciones, que haya cobertura universal de salud y educación terminal, que un túnel atraviese de Este a Oeste la ciudad para librarla del tránsito cotidiano de la carga pesada. Que los peatones podamos cruzar calles sin semáforos con los ojos cerrados. Que la ciudad sea 100% accesible. Lo que sea, necesitamos, nos urge, soñar la ciudad y llegar a ese punto mejor, que no sabíamos que existía.