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Sobre Dios, la fe, Schrödinger y su gato

Tanto ateos como religiosos, llegan al punto en el cual agotan sus argumentos lógicos y acaban anclando su pensamiento en la fe.

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Escrito en OPINIÓN el

La conversación duró horas. Hubo momentos tediosos, otros tensos y otros tantos acalorados. Hubo gritos y manotazos. Hubo mucho vino. Hubo besos y abrazos. Quisimos lograr, en una noche, lo que no se había logrado en toda la existencia de la humanidad. Fracasamos.

Es difícil convencer a alguien convencido de lo opuesto; y más cuando se trata de cuestiones divinas. Los que creen en Dios, seguirán creyendo, y los que no creen también. Los argumentos de ambas partes; mundanos, metafísicos o filosóficos siempre acaban en lo mismo. Los ateos dicen que no se ha comprobado la existencia de Dios y los religiosos dirán que no se ha comprobado que no existe. Los dos tienen la razón.

Lo curioso de observar a los convencidos es que, aunque no se den cuenta, tienen más coincidencias en pensamientos y valores que divergencias. Primeramente, ambos creen lo que creen por la misma razón, ese deseo intrínseco del ser humano de querer ser libre.

Los religiosos (de cualquier religión) manifiestan este deseo de libertad al afirmar que Dios los llevará a la salvación (librarlos del mal…) siempre y cuando sigan sus reglas. Esta libre adhesión y las acciones que de ella derivan, y que varían según religiones, tienen como finalidad liberarse de los vicios de la tierra a través de una eternidad en el reino del señor. Una eternidad de beneficios y sin necesidad (hasta parece programa gubernamental…).  

Gracias a rentabilidad de estas ideas lo que comenzó como grupos de personas con ideas e ideales compartidos rápidamente se politizó a través de la institucionalización y la concentración del poder político y económico que genera tener una masa crítica de seguidores. La felicidad eterna, de repente se volvió prebenda y ficha de intercambio. Paradójicamente, muchos creyentes en la búsqueda de su libertad viven esclavizados por las mismas creencias conceptualizadas para hacerlos libres. 

Los ateos también basan su sistema de creencias en la libertad. Esta libertad la fundamentan en la ciencia y el empirismo, a través de desmitificar el mundo para ver si así se comprenden a ellos mismos. Esta búsqueda de la libertad ha rendido grandes avances en el conocimiento, pero también ha tenido efectos secundarios desastrosos. La homogenización de la humanidad, la falta de reconocimiento cultural, y un cinismo social utilizado para diferenciarse de las masas creyentes. Muchos de los ateos, ansiosos por ser libres, viven limitados por sus propios modelos lógicos, que les imposibilita el conocimiento de otras formas de pensar y creer.

Curiosamente, tanto ateos como religiosos, llegan al punto en el cual agotan sus argumentos lógicos y acaban anclando su pensamiento en la fe. Efectivamente no se ha podido comprobar de manera contundente la existencia o no de Dios, por ende los partidarios de las dos posturas acaban dando lo que es comúnmente llamado, un salto de fe. Tanto el creyente que no tiene evidencia de la existencia de Dios, como el ateo, que jamás ha podido comprobar que dios no existe creen a pesar de no tener los datos necesarios para hacerlo.

La fe de ambos es inquebrantable. Creen lo que creen con la convicción de alcanzar esa idea de tan añorada de libertad. Debo admitir que luego añoro tener la capacidad de creer en algo con tanto entusiasmo y entrega. Lo triste es cuando gente toma esta fe y formar alrededor de ella un sistema dogmático que neutraliza sus beneficios. 

En 1935, el físico austriaco (nacionalizado irlandés) Erwin Schrödinger desarrolla un experimento comúnmente conocido como “el gato de Schrödinger”. Schrödinger nos propone que imaginemos la existencia de una caja cerrada y opaca que contiene un gato y una botella de gas venenoso con un 50% de probabilidades de desintegrarse en cualquier momento, tal que, si se rompe la botella el gato muere. Según Schrödinger, mientras no abramos la caja, el gato esta simultáneamente vivo y muerto. En el momento en que abramos la caja, la sola acción de observar modifica este estado, tal que ahora observamos un gato vivo o un gato muerto. Esto aplicado a nuestra reflexión arroja introspecciones de peso.

Durante nuestras vidas ambas posturas deben reconocer de una u otra manera el estado simultáneamente existente–inexistente de Dios, ya que la fe de uno esta directamente vinculada con la nulidad de la fe del otro.

Segundamente es importante entender que no existe la competencia. Lo que creemos o cuánto creemos es irrelevante. Por ende, si Dios existe o no, no depende de cuánta gente o no cree en él. El gato esta vivo o muerto. Como dice una amiga: “Lo que es, es”.

Esto pudiera sonar a una obviedad, pero en muchos casos de radicalismo religioso pareciera que entre más personas crean en un Dios determinado (que supongamos exista) ms posibilidades hay de que ese sea el “Dios correcto”.

Con la información que tenemos en la actualidad, la caja sólo será abierta a la hora de nuestra inevitable muerte y ciertamente alguien tendrá o no la verdad, pero aunque supiéramos ¿de qué nos sirve? Tenemos que aceptar que no podemos hacer nada al respecto. Las posibilidades de acertarle a la respuesta son equitativamente positivas (o negativas) y aunque en Las Vegas el 50% son condiciones favorables, quizás no las sean en una materia tan grave. ¿Cómo vivir con esto? 

En lo personal, la manera que yo he encontrado para hacer la paz con este dilema del gato divino, es a través de tomar las coincidencias de ambas posturas y rechazar sus vicios. Si el gato existe o no es irrelevante, si su fin sigue siendo el mismo. Piénsenlo así. Si en este momento se enteraran de manera definitiva que Dios existe o no ¿harían algo distinto?

 

@RobertoMorris