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Semana mayor

Este domingo de resurrección es buen momento para reflexionar por qué creemos y por qué, en su caso, lo hacemos del modo en que lo hacemos.

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Escrito en OPINIÓN el

De todos los habitantes del planeta, el 33% son cristianos. Ello indica que poco más de 3 de cada 10 personas cree de alguna u otra forma en el Cristo crucificado en el Gólgota, que no en la iglesia católica.

 

Esta semana que termina, en buena parte del mundo y sobre todo en occidente, miles de feligreses devotos se recogerán piadosos en altares y capillas, para recordar la pasión de Cristo. Culmen de la alianza entre el dios creador, omnipotente, todopoderoso y los hombres. Es el evento final que dio sentido a la venida del hijo de dios para salvarnos del pecado original. Esa falta cometida por los huérfanos de especie (según la alegoría cristiana) por comer el fruto prohibido del árbol de la ciencia.

 

Esa planta del conocimiento a la que Eva, por instigación del diablo convertido en serpiente, se arrimó temerosa para hurtar la manzana que perdería a la humanidad en la tierra. La expulsión temporal de la creatura del reino de los cielos. Y dios en su misericordia, envió a su hijo (el único) a salvar a los hombres de sí mismos, para que pudieran regresar al padre.

 

La religión, cualquiera que sea, es un acto mundano. Es aquello etéreo que otorga contenido y finalidad a una existencia humana. Que pregona la posibilidad de un futuro incierto, pero mejor. Es la premisa esencial que permite soportar las penurias y miserias de la vida. De esa forma, se entiende el número casi indeterminado de credos y de religiones. La religión y la creencia convienen a los humanos. Es a nosotros a quienes resulta útil una creencia, no a los dioses que se encuentran en algún olimpo lejano.

 

Es el hombre quien otorga una finalidad específica a su vida por medio de un complicado entramado de adhesiones metafísicas y aspiraciones postreras. Somos nosotros quienes en algún momento histórico escribimos los libros sagrados y somos quienes los interpretamos en una constante adecuación, aunque siempre tardía, a la realidad.

 

La religión sirve de paliativo al tortuoso acontecer cotidiano de millones de personas. Esa es su justificación. La esperanza en ver al creador, sumo sacerdote de todos los tiempos. Mientras que en el calvario terrenal, somos víctimas de la realidad y de nosotros mismos. Homo homini lupus. El hombre es nuestro depredador.

 

Blaise Pascal, en su libro “Pensamientos” planteó su famosa apuesta entre creer en la existencia de dios o no hacerlo. Concluye, después de un ejercicio de razón (que después fue vapuleado por Voltaire), en que “si gana, lo gana todo; si pierde, no pierde nada. Apueste a que existe sin dudar”. La premisa es correcta, desde una posición mundana. A quien conviene creer, es a quien teme de sí mismo.

 

La creación de cosmogonías que explican las causas y raíces del mundo al que pertenecemos, no hacen otra cosa sino aventurar conclusiones basadas en el corazón, sobre las posibles consecuencias de la existencia. Son un bálsamo de tranquilidad.

 

Es el ser humano quien define a los dioses y sus potencias, porque nuestra naturaleza y razón nos hacen querer conocer nuestro destino. Los hacemos malos, buenos y amorosos, en la medida en que queremos que sean. Algo así como que el dios está hecho a imagen y semejanza del hombre. Nada más conveniente.

 

Esta semana que termina con el domingo de resurrección, es buen momento para reflexionar por qué creemos y por qué, en su caso, lo hacemos del modo en que lo hacemos. Sobre todo, en un antropocentrismo a ultranza, pensar en que la religión y cualquier sistema de creencias, existe porque es conveniente al hombre que es, al final de cuentas, la medida de todas las cosas.

 

@gstagle