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Se aceleran los ocasos de la democracia

El éxito de las teorías de la conspiración radica en esa conexión que el demagogo logra con las emociones de la gente. | Leonardo Martínez Flores

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Escrito en OPINIÓN el

Este comienzo del siglo veintiuno ha resultado desafortunado y fatídico para la democracia. Una aparente sincronía entre sociedades de muy diferentes latitudes ha mostrado una preocupante sucesión de cambios radicales de gobierno. En efecto, uno a uno, han ido cayendo regímenes que se podían calificar como más o menos democráticos para dar lugar a otros que acarician o que abrazan descaradamente las mieles del autoritarismo.

De entre tantos aspectos que preocupan, hay uno que resulta turbador y desconcertante: estamos presenciando de nueva cuenta los triunfos electoralmente legítimos de demagogos autoritarios que han sabido aprovechar las oportunidades ofrecidas por ciertas fallas estructurales de los sistemas democráticos. Ganan con votos porque la gente vota voluntaria y gustosamente por ellos, no porque amenacen con recurrir a golpes de Estado o a revoluciones armadas para hacer los cambios anhelados.

El tema trae en efervescencia a analistas y especialistas de la ciencia política de todo el mundo, tiene felices a todos aquellos subyugados por la simplista utopía de llegar por fin al paraíso prometido, y mantiene muy preocupados a quienes estamos convencidos de que ese camino es un falso dilema que destruye derechos fundamentales y empobrece material y espiritualmente a la población.

Como lo comenta Anne Applebaum en el muy disfrutable libro que acaba de publicar, “The Twilight of Democracy”, lo que ella llama el Estado unipartidista antiliberal no es una filosofía, es un mecanismo para mantener el poder y que funciona felizmente con muchas ideologías. Sin importar si la filiación del gobierno ganador es de izquierda o de derecha, el mecanismo define quiénes conforman las nuevas élites burocráticas, políticas, económicas y culturales escogiendo a sus miembros no por sus capacidades o por sus méritos, sino por el tamaño de sus lealtades y su sumisión al líder autoritario.

Applebaum lo dice más claro que el agua: “Esta forma de dictadura blanda no requiere violencia masiva para mantenerse en el poder. En cambio, se basa en un cuadro de élites para dirigir la burocracia, los medios de comunicación estatales, los tribunales y, en algunos lugares, las empresas estatales. Estos clérigos de hoy en día entienden su papel, que es defender a los líderes, por deshonestas que sean sus declaraciones, por grande que sea su corrupción y por desastroso que sea su impacto en la gente común y las instituciones”.

A cambio, saben que serán recompensados y promovidos. Los socios cercanos del líder del partido pueden volverse muy ricos, recibiendo lucrativos contratos o puestos en las juntas directivas de las empresas estatales sin tener que competir por ellos. Otros pueden contar con los sueldos del gobierno y con la protección de las acusaciones de corrupción o incompetencia. Por muy mal que se desempeñen, no perderán sus puestos de trabajo”.

En el libro se incluye también una cita sacada de un análisis publicado en la década de 1940 por Hannah Ardent, que tiene plena vigencia y que elabora sobre la atracción que las personas que se sienten resentidas o fracasadas tienen hacia el autoritarismo: “...el peor tipo de estado unipartidista reemplaza invariablemente a todos los talentos de primer nivel, independientemente de sus simpatías, por esos chiflados y tontos cuya falta de inteligencia y creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad”.

La aplicación del mecanismo que permite la llegada al poder de regímenes con tintes autoritarios ha resultado extraordinariamente eficaz en los albores del siglo veintiuno. La lista es larga e incluye a México.

En ella aparecen países de todas las latitudes y con diferentes geografías y niveles de desarrollo, con diferentes grados de desigualdad, con diferencias en la distribución de la riqueza y por lo tanto con muy diferentes niveles de vida. Por eso queda claro que hay que recurrir a otros argumentos y razones para entender lo que está pasando.

En ese sentido son interesantes los argumentos que relacionan a las predisposiciones autoritarias de la gente con una mentalidad simplista, con un estado de ánimo que hace que la gente rechace lo complicado y prefiera explicaciones simples, pero que conectan bien con la frustración, el rencor y el resentimiento acumulados. El éxito de las teorías de la conspiración (o del complot como se suele decir en México) radica en esa conexión que el demagogo logra con las emociones de la gente.

Ya lo comentaba yo en uno de los textos anteriores. Esa mezcla de emociones y la creciente complejidad de los problemas económicos y sociales que enfrentamos se complementan para incrementar los desasosiegos y los temores de la gente, provocando una creciente, necesidad de certidumbre y sed para entender de manera clara y sencilla lo que pasa ahora y lo que vendrá enseguida. Surge entonces de manera generalizada un rechazo a las explicaciones técnicas y complejas, a las promesas tradicionales de los políticos de siempre y aparece una urgencia por mensajes simples, tranquilizadores, que devuelvan la esperanza y el ánimo de seguir adelante.

Pero la etapa que estamos viviendo es radicalmente distinta a todas las anteriores: el internet y las redes sociales han propiciado que todo, tanto lo bueno como lo malo de la vida pública y privada, se acelere a velocidades que eran impensables hace apenas unos años. La planeación de una campaña, de un legítimo movimiento de protesta o de una manifestación de odio ya no requiere de semanas o meses para conciliar agendas, desplazarse cientos o miles de kilómetros para tener múltiples reuniones públicas o secretas, esperar días para la impresión de volantes, folletos y carteles, o para contratar medios tradicionales para la difusión y los mensajes de propaganda. Ahora todo se puede organizar espontánea y rápidamente en una noche o en unos cuantos días haciendo uso del internet y de las redes sociales.

Para los movimientos autoritarios las nuevas tecnologías de la información han facilitado mucho las cosas: la inteligencia artificial y los algoritmos que seleccionan, editan y dirigen las noticias falsas, las teorías de la conspiración, las mentiras arteras y los mensajes polarizadores han resultado muy eficaces. Crean cámaras de eco (grupos en donde los participantes sólo tienen contacto con quienes piensan igual y defienden los mismos valores) y aprovechan mecanismos que propician la radicalización acelerada de grupos sociales. Así, los seguidores de un demagogo empiezan apoyándolo porque tiene carisma, es dicharachero, tiene gracia para la burla y para la ridiculización de los adversarios y, en un plazo muy corto, acaban fanatizándose con un movimiento que los une, que les da cobijo y seguridad, que les permite darle rienda suelta a su rencor, que hace un espectáculo cotidiano de la venganza política y que les promete acabar con la corrupción y los enemigos que los han mantenido en la marginación económica y social.

No es sencillo darse cuenta de las implicaciones que tiene la aceleración de los ritmos de vida, pero estos fenómenos han tomado ciertamente por sorpresa a los Estados democráticos. El funcionamiento de sus instituciones suele ser lento y requiere de un sinnúmero de comunicaciones bilaterales y multilaterales de diferentes niveles y entre diferentes poderes, grupos y jerarquías; las discusiones pueden ser largas, tediosas y complicadas para el público en general; las acciones de política pública y la aprobación de presupuestos tardan mucho en llegar y al final nunca son suficientes para resolver problemas apremiantes. El punto es que, a la luz del nuevo mundo del internet y las tecnologías exponenciales, esos mecanismos ya resultan retrógrados para esa parte de la población que se siente abandonada, traicionada y discriminada.

Estamos inmersos en una revolución digital de la que todavía no entendemos muchas cosas, ni todos sus efectos ni los alcances que éstos pueden tener sobre la vida cotidiana. Pero eso no impide que nos empiece a quedar claro que el ecosistema digital está jugando un rol decisivo en la arena política y que hasta ahora los que lo han aprovechado mejor son sin duda los demagogos populistas.

Tenemos mucho que hacer para reinventar y mejorar drásticamente los regímenes tradicionales, y para combatir la ominosa aceleración de los ocasos de la democracia.