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San Pafnuncio y los objetos perdidos

Cuando vaya a la iglesia de san Pafnuncio ya sé lo que le voy a pedir: que nos permita a todas/os encontrar las palabras. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

"Si querés yorá...yorá". Me decía mi amiga Marianita Winocur repitiendo la frase célebre de una diva argentina que ya no recuerdo cómo se llama. "Nunca-jamás fui llorona", podría decir la letra de algún tango y ahora lloro, gimoteo y sollozo por lo que sea. A mi madre no le gustaban las niñas lloronas. Ella se encargó de llevarse las lágrimas de toda la familia, de todo el barrio, de todo el pueblo. El sureste mexicano, la entera humanidad lloró por sus ojos. Como un torrente. Una suma de ríos. Varios océanos. Ante esos desbordamientos a una no le quedaba sino convertirse en una niña prudente, reprimida. Lágrimas para adentro. Una niña de ojos secos. "Ay, como quise llorar en un diván", podría continuar el tango, pero creo que las lágrimas, porque todas/os las traemos, se convirtieron en humo de cigarro durante muchos años de mi vida. Demasiados, es cierto. Inhala. Exhala. Sale un humito.

Les digo como una profesional del fumadero: el humo de cigarro son lágrimas que se evaporan. Como los charquitos en los trópicos cuando les da mucho el sol. Ahora en cambio, como les cuento, lloro a la menor provocación, como una de esas tortugas tabasqueñas que se llaman mojina y no paran de hacer ruiditos extraños como de lamento muy antiguo. Lloro por una minúscula flor lila que se asoma en una plantita que encontré moribunda en el camellón y que traje a la casa. No puedo creer una plantita tan leal y agradecida. Lloro porque no hace calor, porque llueve de más, porque no encontré yuca para el puchero, porque uno de mis hijos está en el gimnasio y no puede conversar, porque el otro canta en un videíto, porque el otro me manda la foto de la portada de un Debate Feminista de hace como diez años que encontró en otro país en una librería de viejo. 

Lloro porque mi blusa azul salió verde de la lavadora y enojada ofendí a la lavadora y como es lógico, dejó de funcionar. Lloro porque mientras hago el café mis perruchis me miran como si yo trajera en las bolsas de la pijama las respuestas a no sé cuántos misterios bien complejos y muy hondos. "No sé nada de nada", les digo. "Las tengo engañadas". Y ellas se emocionan, pobrecitas y agitan sus colitas como si hasta las más abyectas confesiones brotaran de no sé qué fuentes de amor y sabiduría. No voy a hablar de la realidad. No. Ni de la distancia. Ni del aislamiento. Ni de las variantes malignas del bicho. Ni de las malas noticias. Ni de que todo esto parece tan amenazante e interminable. Lloro porque la fuente mágica escondida en un rinconcito de Chimalistac ha perdido su eficacia para conceder deseos. Y porque mis hermanos y yo hace un siglo que no somos niños y mis hijos ya tampoco lo son, y porque hace apenas dos años en este mismísimo mes mi papá sí estaba vivo y dibujaba muñequitos chuecos en su cuaderno de la escuelita de la tercera edad.

Lloro porque todas las formas de la amabilidad y la ternura y el acompañamiento toman en estas circunstancias dimensiones de Kilimanjaro. Y así está bien. Andamos como esos muñequitos chuecos. Una aprende a apreciar como nunca un vaso de agua fresca. El pan y la sal. Lloro y debería de ir a la iglesia de san Pafnuncio en el centro de la Ciudad de México, mi amiga Chanequita Maldonado que no adoraba a santo alguno, me aseguró que ese santito sí que es milagroso y verdadero. Es el santito para encontrar los objetos perdidos. Nadie como él. Tengo claro como con esos letreros que nos avisan "un tren puede esconder otro" -para que una no se atraviese las vías sin mirar y como chivo sin mecate- que los objetos perdidos esconden cantidad de objetos encontrados. Entonces me digo reflexiva y un poquito menos catatónica: "todo cabe en un jarrito sabiéndolo acomodar". Oh, pero es temporada de jarritos quebradizos. Y recuerdo la canción de "todos somos ollitas quebradas, ollitas quebradas" y "amanece y se nos va escurriendo el tiempo". Y lloro más.

Por los objetos perdidos y porque no hallo manera de representarlos. Porque intentar representarlos es una manera de aceptar que se perdieron. En la espesura. En los recodos de la selva. En el ruido de las ciudades. En los jardines secretos y los callejones oscuros. En las vidas que dejan de estar y algo nos llevan al llevarse. Lloro porque a veces las palabras no bastan para acompañar a otras personas, a otras voces, a otras pérdidas. A otras nostalgias. Miro una carita triste en la pantalla. Los procesos terapéuticos ahora son así. En estas distancias. Al mismo tiempo los ojos toman una relevancia que nunca hubiera imaginado. Una puede mirar cada minúsculo gesto. Si extendiera la mano podría tocar una lágrima. La de una muchacha que tiene miedo. Y abrazo su miedo como si alguna fuerza cósmica me permitiera arroparlo. ¿Detenerlo? Desbrujularse es una manera de aprender a escuchar con detenimiento. Las fisuras de la ollita. Sus geografías silenciadas.

Esos ojos tan cercanos. Dicen que ningún iris es idéntico a otro. Que no hay nada que nos distinga y nos singularice más que ese iris. Cuando vaya a la iglesia de san Pafnuncio ya sé lo que le voy a pedir: que nos permita a todas/os encontrar las palabras. ¿Sería un exceso de ambición pedirle las palabras exactas? Las palabras del léxico más íntimo, el más secreto. Miro la carita en la pantalla. Hay una invitación que está abierta: "di, dime para decírtelo a ti misma,  justo lo que es indecible". ¿A quién se le ocurre? Una expedición hacia lo indecible. Su singularidad, entre todo lo dicho. Sus indispensables, entre todo lo dicho. Y como ella no puede verlo, coloco las manos debajo de la pantalla como si fueran un cuenco: "Esas palabras tan tuyas acá las voy a recibir y las voy a guardar". 

Son líquidas. A veces. Son como piedritas. A veces. O como gemas. A veces. Las palabras. La oración dice: "San Pafnuncio, que (nombre de la persona querida) pueda encontrar ese objeto que se le ha perdido". Podríamos llamarle Freud, también, al milagroso en cuestión. En fin, ambos son sabios y barbados. Escribo y me siento una falócrata. Qué barbaridad. Tengo que cambiar. Pasado mañana comienzo. Por ahora no me resisto ante la estampita: "Santo que intercede para encontrar los objetos perdidos". El proceso de memoria. El proceso de duelo. Ella me dice que no hay un más allá del duelo. Sí que lo hay. Pero ¿cuánto nos falta? ¿cuándo sucede? ¿en qué momento una sabe qué es lo que está llorando realmente? ¿existe algo parecido al "realmente"? Y los recuerdos como los trenes ocultan otros recuerdos. 

"San Pafnuncio, que la memoria inconsciente se convierta en misterio revelado". Que se logre, que le atinemos. Y como no han podado los árboles en mi pueblito, los vientos huracanados azotan sus ramas contra los ventanales. Toman el balcón las Diosas vegetales. Y me voy a llorar a la cocina porque el chamberete ya se coció, o porque no. O porque es un puchero sin yuca o sea sin infancia. O porque a veces una arrastra a la esperanza por los cabellos y otras es la esperanza la que nos arrastra. También porque la razón me indica que si le llamo a Chanequita no me va a contestar. Sin disimulos, sin tapujos, sin impedimentos, sin estorbos, sin resistencias y sin techo y sin ley: "si querés yorá, yorá".