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Salvando al Godín en el País de Nunca Jamás

¡Feliz día del niño! | Aniela Cordero

Por
Escrito en OPINIÓN el

De niña tenía clarísimas mis prioridades laborales; quería ser en primer lugar fotógrafa de animales salvajes y de paisajes, viajar por el mundo y ver mis fotografías en la portada de la revista de NatGeo. En segundo lugar, si fallaba el plan de la fotografía, seguiría en contacto con los animales siendo veterinaria y trabajaría en zoológicos alrededor del mundo, cuidando y estudiando leones, elefantes, serpientes, y convirtiéndome en la siguiente Steve Irwin (uy sí, cómo no). Y, en tercer lugar, como última pero viable opción (a los ojos de mi yo de 8 años) estudiaría para ser bióloga marina de modo que pudiera vivir en la playa y tener un pulpo de mascota. Y si nada de eso funcionaba, sería bibliotecaria para hacer lo que más me gusta todo el santo día: leer.

Y aquí me tienen ahora, casi 22 años después en un trabajo de 9 a 7, enviando saludos cordiales sin adjuntar los archivos, haciendo un presupuesto mensual de gastos y ahorros, mientras que lo más cerca que estoy de los animales es una vez a la semana (si bien me va) cuando veo a Parce, el perro de uno de mis vecinos, o una vez cada mes o cada dos meses, cuando visito a mi madre y atosigo a la Pulga (su perro) hasta límites insospechados, y sin poder leer completo un solo libro aunque esté en dos clubes de lectura.

Así como mi caso, y estoy segura el de muchos que leen esta columna los sábados en la mañana mientras desayunan o flojean en la cama hasta tarde, también hay muchos casos en donde desde niños sabían exactamente lo que querían ser de grandes, ya fuera por influencia de sus papás, o porque vivían el día a día metidos en ello. Y sé de buena fuente que muchos no solo lograron cumplir ese sueño, sino que además superaron sus propias expectativas. Créanme, vivo con uno de ellos.

¿Y qué creen? Que los dos somos felices haciendo lo que hacemos. Aunque en mi caso no sea nada ni remotamente parecido a lo que había soñado de niña, y en su caso, aunque haya tenido que afinar detalles sobre lo que no quería cuando volviera sus sueños realidad.

Si hoy pudiera regresar a hablar con mi yo de 8 años, le diría que tal vez no tendremos mucho contacto con la vida salvaje, ni viajaremos tanto por el mundo, pero que seremos felices trabajando en entrevistar personas, y que, aunque haya temporadas donde no podamos leer ni las instrucciones de la cafetera, seguiremos devorando libros y disfrutando leer historias. Que conoceremos animales salvajes al pintarlos en acuarela, y que, aunque en ese momento pensemos que los videojuegos son tontos, 22 años después los disfrutaremos como enanas.

Creo firmemente que nunca perdemos a nuestro niño interior, simplemente dejamos de hacerle caso, porque las cosas de adulto nos demandan toda nuestra atención. Y cuando llega el 30 de abril, y nos buscamos, no nos reconocemos, porque no sabemos cómo es que nos divertían los videojuegos, cómo amábamos los bichos, o no nos importaba llenarnos los pantalones de tierra mientras salvábamos al mundo en el patio. Nuestro niño tampoco nos reconoce todos trajeados, corriendo, necesitados de cafeína y con el tiempo libre contado antes de iniciar de nuevo al día siguiente con la junta a las 8 de la mañana.

Pero el adultear y godinear no tienen que estar peleados con ser niños y disfrutar de las cosas como lo hacíamos en ese entonces. ¿Ustedes qué le dirían a su yo de cuando tenían 8 años? ¿Se reconocerían? ¿Estarían felices con lo que han logrado, aunque no fuera lo que soñaron? Búsquense y encuéntrense los que están perdidos. Y los que no lo estamos tanto, sigamos guardando ese secreto a voces.