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El ruido

El silencio es tan indispensable, tan hermoso. El estruendo no es inevitable. Es un dato cultural

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Escrito en OPINIÓN el

Es cierto que ahora, tras la tragedia del 19 de septiembre escuchamos distinto. Nuestros sentidos se han agudizado. Los sonidos se confunden y nos lanzan al estado de alerta. Esta sensibilidad, inscrita hoy en el miedo, nos revela la cantidad de ruido en la que vivimos y a la que estamos acostumbrados, tan a pesar nuestro. Ahora el ruido nos resulta más agresivo. Pero allí está cada día, todos los días. Allí ha estado. Nos acostumbramos a quienes en el edificio azotan la puerta al entrar a sus casas. ¿Por qué azotamos las puertas? A los vecinos que dan de gritos en el edificio de al lado y que de golpe nos hacen temblar, porque en milésimas de segundo pensamos que están pidiendo auxilio. ¿Por qué constantemente circulan carros, camiones, peseros, motos con los escapes abiertos? ¿Por qué una podadora de pasto irrumpe y nos arrebata la paz? ¿Por qué la musica a todo volúmen en el departamento de al lado?  ¿Por qué  con una increíble frecuencia se desatan las alarmas de los carros en los estacionamiento? ¿No hay manera de evitarlo?

A diferencia de otras culturas, en México es muy difíicil solicitarle a un/una vecino/a que por favor baje el volumen de su música. Se considera una invasión, un acto agresivo. Pero, ¿acaso el acto agresivo no es imponerle nuestra música y nuestros gustos musicales a otras/os?  

Esta es mi fiesta, esta es mi casa, no le bajo

Un “mi, mi, mi” que ignora de manera rotunda los más elementales derechos de otras personas: el derecho a descansar, por ejemplo. A habitar su silencio. A leer, trabajar, mirar el techo, lo que sea, tranquilas en su casa. ¿El acto agresivo no es hablar a gritos en un restaurante como si nuestra mesa se encontrara ubicada a mitad de la pampa? ¿Hablar fuertísimo no es una manera de expandirnos desde nuestro espacio para apoderarnos del espacio de los demás? ¿Cuáles son los límites entre nuestro espacio vital y el de las/los otras/os?

El conductor del pesero impone su música a todo volumen. No hay reglas. Cada conductor es una especie de señor feudal entre la salsa,  aventar hojalata, el frenazo, y la displiscencia. Los usarios soportan estoicamente. Quien puede se sumerge en sus audífonos.  Algún día llegaremos a nuestros destinos. O, nos encontramos todos hechos bolas en el tráfico. No hay manera de moverse. Nos asomamos: hay que esperar. ¿Cómo para qué el frenesí de los claxonazos? Las mentadas. Las tensiones aumentan. Nos cansamos más. En una esquina hay promoción en una tienda, o se inaugura, o lo que sea: la música a volúmenes desquiciantes; una persona en un micrófono nos arenga, o entramos o nos perdemos la compra de nuestras vidas. Alrededor hay edificios de departamentos. Me imagino a sus habitantes. ¿Podrían emitir una queja sin pasar por unos monstruos, amargados en contra de la libre expresión y la libre empresa? En esos casos, tampoco hay reglas.

Un ejemplo bien doméstico: debajo de mi departamento hay jueguitos para niñas/os, se escuchan sus risas, sus conversaciones. Es bonito. Pero no deja de llamarme la atención que lo ruidoso no son sus juegos, sino las intervenciones de algunas/os adultas/os cuando juegan con ellos. Extrañísimo. Pareciera que los pequeñitos son sordos. “Lánzate de la resbaladillaaa”. “Te estoy columpiando, mira qué bonito el columpiooo”. “Te vas a ensuciar tu vestidooo”. Frases así y cantidad de onomatopeyas a unos decibeles bien inquietantes. ¿Cómo les diré? Es la continua descripción del desarrollo de los hechos.

El fenómeno es tan común, que me he llegado a preguntar si no forma parte de una especie de ansiedad materna/paterna que busca (de manera inconsciente) la aprobación de medio vecindario con respecto al “tiempo de calidad” y lo adecuado de su  maternaje/paternaje. He sentido deseos de asomarme y decirles (gritando a mi vez): “Se ve que los quieren mucho, de veras sí. Aplaudimos su entusiasmo y su pasión por la convivencia”. Entiendo que sería muy desagradable.

Los domingos y los restaurantes familiares. Acá ante cada experiencia se ahonda el misterio. No hay nada más estentóreo que un restaurante “familiar”. Las familias se congregan para convivir, conversar, ponerse al día de los acontecimientos de la semana. Quisiéramos pensar. Reunirse es una manera de mantener “la unión”, suponemos que no sólo a través de la presencia física, sino de las palabras. Pero, ¿cómo le hacemos para escucharnos? ¿Cómo podría una niña contarle a su abuelita cómo le ha ido en la escuela, si su vocecita tiene que competir con cuatro bocinas? ¿Por qué nadie solicita que le bajen al volumen? ¿Algo nos resuelve el ruido? ¿Qué? Porque en esas condiciones es muy complicada una conversación que vaya más allá de: “Me pasas la sal”. ¿Sería la estridencia una manera de solucionar el estar, pero sin decir?

Encuentro una relación (y agradezco todo tipo de sugerencias), entre el escándalo y una cierta idea de “alegría”. Estar “alegre” se muestra hablando muy fuerte. Para estar “alegres” necesitamos que la música opaque las voces y a eso le llamamos: “qué buen ambiente”. La “alegría” de encontrarnos nos impide comunicarnos, es cierto, pero curiosamente pareciera un dato menor. Como en las ferias. Entre las dificultades de las grandes ciudades, el ruido es una de las más invasivas y complejas. Nos resignamos. Hay unos tráilers que atraviesan la ciudad con una especie de sirena. No sé cómo llamarle. ¿La han escuchado? El silencio es tan indispensable, tan hermoso. Es  muy cuesta arriba habitarnos en el ruido implacable y continuo.

Parecería tan fácil hacer un esfuerzo para generar menos ruido. Todo es cosa de detenernos unos segundos ante nuestros impulsos. “Creo que estoy gritando mientras hablo”, “Creo que la música está muy fuerte”. “Creo que no es necesario hacer temblar los cristales con los azotones de mis puertas”. “¿Por qué quieren convencerme de comprar pechuga de pavo a gritos en el micrófono?” “¿Cómo para qué me colgaría del claxón?” Desacostumbrarnos al ruido. Considerar el desgaste que nos significa. Reivindicar nuestro derecho en nuestros hogares y en los espacios públicos, a vivir y transitar con mayor calma. Aumentaríamos de manera considerable nuestra calidad de vida.  El estruendo no es inevitable. Es un dato cultural.

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