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Presidencialismo vs. división de poderes

Una auténtica y efectiva división de poderes respeta los ámbitos de atribuciones y facultades de cada uno de ellos. | Fausta Gantús

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Escrito en OPINIÓN el

¿Será la herencia colonial que nos marcó fatídicamente lo que hace a buena parte de la sociedad mexicana tan propensa al régimen presidencialista, especie de añoranza del monarca? ¿O será aún de un tiempo anterior, de aquella etapa de las culturas originarias, de donde surge nuestra necesidad de reyes y príncipes? ¿Será la religión católica que nos legó la enfermedad del mesianismo y andamos a la espera del elegido? ¿Será algo más personal, como el miedo a la orfandad o un extendido y duradero complejo de Peter Pan, lo que nos lleva a vivir en un estado de inmadurez colectivo que exige la existencia de figuras de autoridad que asuman la responsabilidad de guiarnos? ¿Será quizá algo más mundano como la simple comodidad, porque al tener un líder en él recae la obligación de tomar decisiones y asumir las consecuencias? 

Sea lo que sea, estas u otras razones, o la mezcla de algunas o varias de ellas u otras, lo cierto es que desde que México se erigió como nación independiente la tentación monárquica ha estado presente a lo largo de su historia, ya desde la pretensión de que viniera un miembro de la casa real española a dirigir los destinos del nuevo país hasta erigir a Agustín de Iturbide en el emperador Agustín I. Desde nombrar su Alteza Serenísima a Antonio López de Santa Anna hasta invitar a Maximiliano de Habsburgo a encabezar el Imperio Mexicano. 

México, según lo estableció la Constitución de 1824, nació como una república representativa popular federal cuyo régimen de gobierno se fundó en la división del “Supremo Poder de la federación” en: Legislativo, Ejecutivo y Judicial, en ese orden, que no es gratuito. La “muy liberal” Constitución política de 1857 (entre ambas se elaboraron otras, pero sin duda son estas dos las más importantes en lo que toca a su impacto sobre la organización del país) estableció la república representativa, democrática, federal, popular y ratificó la división del “Supremo poder de la federación” en legislativo, ejecutivo y judicial, de nuevo en ese orden. Vino después la Constitución de 1917 que confirmó lo de república representativa, democrática y federal y lo de la división de poderes. En las constituciones se apunta muy claramente que “el pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión”, en plural; esto es, ningún poder está por encima de otro y es en conjunto como representan al pueblo.

La idea rectora es que se trata de tres poderes independientes los unos de los otros, iguales en jerarquía, pero con competencias específicas diferentes definidas en la misma ley constitucional para garantizar el equilibrio entre ellos. Los tres poderes deben funcionar de manera coordinada e integrada –que no cómplice– cuidando que impere el “bien común” y la “felicidad del pueblo”. Digámoslo claramente, quien preside el ejecutivo no es menos, pero tampoco es más que quienes presiden las cámaras alta y baja (senadores y diputades) o que el/la ministro/a presidente del poder judicial. De lo que se trata es de repartir el poder para evitar un uso abusivo del mismo por parte de algune de les protagonistas del espacio público político.  

Pero lo que hemos visto a lo largo de nuestra historia como país es que el poder tiende a concentrarse en una sola figura, que no es otra que la del presidente de la República (en masculino, porque hasta ahora no ha recaído tal función en una mujer) a quien, por esos extraños padecimientos a los que aludía al principio, suele atribuírsele un poder omnímodo y asociarlo con una especie de monarca, emperador o césar –y en los tiempos que corren podríamos agregar mesías– a quienes todes deben rendir pleitesía. Lo más curioso es que las mismas personas que detentan cargos de jerarquía equiparable muchas veces suelen también doblegarse ante el presidente. Esto es, la concentración de poder en la figura del ejecutivo no es gratuita, a ella colaboran les funcionaries, electes o designades que, no siendo capaces de entender y ejercer su independencia, autonomía y atribuciones, suelen adoptar actitudes serviles ante quien, erróneamente, se posicionan o se sienten como inferiores.

A esa división de poderes hemos sumado en las últimas décadas la creación de organismos autónomos que deben funcionar también como contrapesos que garanticen la salud de la vida pública y que no están ni deben estar subordinados a ninguno de los poderes tradicionales del Estado (legislativo, ejecutivo y federal) tales como el INE (Instituto Nacional Electoral), el INEGI (Instituto Nacional de Estadística y Geografía), el CONEVAL (Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social), el INAI (Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales), el IFT (Instituto Federal de Telecomunicaciones), la COFECE (Comisión Federal de Competencia Económica). También lo son Banxico (Banco de México), la CNDH (Comisión Nacional de los Derechos Humanos), la FGR (Fiscalía General de la República), pero en estos tres últimos casos sabemos que las autoridades al frente de estas instituciones han sido impuestas por el capricho presidencial, por lo que su autonomía se ve comprometida y su credibilidad menoscabada.

Que haya una auténtica y efectiva división de poderes que respete los ámbitos de atribuciones y facultades de cada uno de ellos, así como los de las instituciones autónomas –y en el caso de la autonomía no olvidemos a las universidades públicas– es responsabilidad de cada une de nosotres, en lo individual y en lo colectivo. Empecemos por exigir a los Poderes de la Unión que no se conduzcan como si el presidente de la República fuera la máxima autoridad en el país y como si el poder ejecutivo estuviera por encima de los otros poderes.

*Fausta Gantús

Escritora e historiadora. Profesora e Investigadora del Instituto Mora (CONACYT). Especialista en historia política, electoral, de la prensa y de las imágenes en Ciudad de México y en Campeche. Autora del libro “Caricatura y poder político. Crítica, censura y represión en la Ciudad de México, 1867-1888”. Coautora de “La toma de las calles. Movilización social frente a la campaña presidencial. Ciudad de México, 1892”. Ha coordinado trabajos sobre prensa, varias obras sobre las elecciones en el México del siglo XIX y de cuestiones políticas siendo la más reciente el libro “El miedo, la más política de las pasiones”. En 2020 publicó también el libro de creación literaria “Herencias. Habitar la mirada/Miradas habitadas”.