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Prefigurando futuros posibles e imaginando futuros deseables

Los futuros deseables entran en un subconjunto de los posibles, pero son definidos a partir de juicios de valor y de preferencias específicas. | Leonardo Martínez

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Escrito en OPINIÓN el

El flujo interminable de noticias sobre el evento electoral del pasado 6 de junio se ha focalizado en saber quiénes ganaron o perdieron cada uno de los miles puestos de elección popular en juego y sobre cómo está quedando la repartición de las curules en la cámara de diputados y en congresos estatales. Sobre esos números es que analistas y comentaristas han estado alimentando el debate sobre la viabilidad política de los proyectos del gobierno actual. 

Por ello en esta entrega quiero hacer una reflexión sobre temas de fondo que están mucho más allá de las perspectivas que enfrentan los proyectos insignia de este gobierno. Me refiero a algunos aspectos estructurales que no van a cambiar con el golpe de timón que los ciudadanos logramos dar el domingo pasado y que, al ser causales de las injusticias y desigualdades estructurales que seguimos arrastrando, tienen que seguir estando en la mira de los cambios de fondo.

Soy de los que creen que la democracia mexicana nunca ha podido madurar más allá de lo que equivale a una etapa inicial, bastante temprana, de su desarrollo potencial. Es cierto que hace algunos lustros dio un salto importante en su desarrollo cuando el Congreso dejó de ser un conglomerado de focas aplaudidoras y se logró que el IFE y el Tribunal Electoral de la Federación alcanzaran la suficiente autonomía como para que el sistema electoral empezara a ser confiable y creíble. 

Pero la ilusión no duró mucho. Más pronto que tarde a los todopoderosos partidos políticos ya no les gustaron las decisiones de los órganos electorales y decidieron traicionar el espíritu con el que éstos habían sido creados. Éstos fueron tomados por asalto y los regresaron a formar parte del grupo de las instituciones desangradas por el reparto de las cuotas a los partidos políticos y otros actores relevantes. El IFE partidizado perdió al alimón su dignidad y su credibilidad, y sus consejeros mareados de conflictos de interés no quisieron cumplir con su mandato constitucional: fueron muchas veces ciegos, omisos e indulgentes ante la comisión de las peores prácticas electorales como la compra de votos y el uso de dinero sucio en muchísimas campañas. Las elecciones de 2015 y el insultante perdón otorgado al Partido Verde son de negra memoria. Afortunadamente, el INE actual logró sacar honrosamente las elecciones de este 6 de junio pasado, ofreciendo una agradecida bocanada de aire fresco a la ciudadanía. 

Por otro lado, el bajo nivel de desarrollo y la inmadurez de nuestra democracia se manifiestan a través de una serie de males endógenos y persistentes que generan frustración, desesperanza y resentimiento en una buena parte de la población. La acumulación de estos males ha sido cultivada por todos los gobiernos anteriores, independientemente del lugar que hayan ocupado en la geometría política. Todos indujeron el crecimiento de las desigualdades estructurales y protegieron las peores prácticas de la cultura política mexicana: mantuvieron intactos los pactos patriarcales y de impunidad, la economía de cuates, el ocultamiento de la asignación y del manejo de los dineros públicos, la simulación y el uso político de la procuración de justicia, el machismo colosal  e inoperancia de los cuerpos policiacos, y entre otras tantas cosas, las injusticias provocadas por un sistema judicial clasista, selectivo y acalambrado. Esto es, siguieron alimentando un sistema con corrupción endémica que ha ignorado, de hecho, muchos derechos fundamentales de la ciudadanía.   

El gran problema que enfrentamos hoy es que López Obrador no solo no ha resuelto ninguno de esos males, sino que, al contrario, ha empeorado a muchos de ellos. Entre los resultados que ha provocado requieren mención especial el incremento incesante de la violencia en general y de la violencia en contra de las mujeres, en lo particular. 

No repasaré en esta ocasión la larga lista de pésimas decisiones y desatinos garrafales atribuibles a López Obrador y que costarán años de desencanto, desigualdades, injusticias y pobreza a millones de mexicanas y mexicanos. Pero sí hay que decir que éstas y muchas otras circunstancias han estancado de nuevo el desarrollo de nuestra incipiente democracia, la cual está sufriendo, sin exagerar, una regresión que amenaza su propia sobrevivencia.

Para poner un poco de orden en lo que sigue me referiré de manera genérica a dos tipos de futuros, los posibles y los deseables. Mi marco de referencia es el de los estudios serios sobre la naturaleza de los futuros potenciales, que no tiene nada que ver con el hacer de magos, brujos, chamanes, quirománticos, pitonisas o charlatanes. Dicho lo anterior, los futuros posibles son los que pueden llegar a suceder dada la dinámica del estado presente de las cosas, tomando en cuenta que hay factores que están operando o que pueden llegar a influir en el fenómeno que nos interesa, pero que no estamos viendo. Los futuros deseables entran en un subconjunto de los posibles, pero son definidos a partir de juicios de valor y de preferencias específicas. 

De manera muy general y esquemática los futuros posibles en el mediano plazo no muestran cambios de fondo en los males endémicos mencionados anteriormente. La guerra mediática se sigue dando entre los actores políticos tradicionales mediante acusaciones cruzadas de corrupción y de culpas, así como por el arrebato de temas con muchas cargas emocionales, como el aborto y los matrimonios del mismo sexo. El uso continuo de los odios y los resentimientos acumulados históricamente en la sociedad mexicana permite a López Obrador mantener el arrastre de millones de seguidores que no mejoran su calidad de vida, pero que viven obnubilados y divertidos por las mentiras, burlas y ataques lanzados desde el espectáculo carpero de todas las mañanas.

La oposición política se engancha en el juego de espejos cosméticos de López Obrador y se enreda en la lucha de egos e intereses de grupo, incapaz de construir una propuesta coherente que ataque los verdaderos problemas estructurales. Sus candidatos a la presidencia y a otros puestos de elección popular representan a los intereses de siempre, enquistados en los partidos, lo cual les impide ofrecer alternativas frescas que puedan resolver los problemas de fondo. Los dueños del gran capital continúan sus rounds de sombra con el poder político y siguen operando en contra de la competencia económica y la redistribución de la riqueza; celebran también la opacidad en la asignación de contratos gubernamentales y las asignaciones directas. Brindan con champagne y puros por la resiliencia atemporal de la economía de cuates. Los males endémicos siguen manteniendo indefinidamente en el atraso a la sociedad mexicana. 

Como contrapunto me imagino un futuro deseable, un escenario en el que se puedan realizar cambios paradigmáticos al Estado que ha tutelado nuestro devenir histórico. En ese escenario se mantendría la división de poderes y los contrapesos constitucionales, pero modificando algunas de las funciones y alcances de los tres poderes tradicionales. El sistema de gobierno tendría que parecerse al parlamentario, con un presidente constitucional y un primer ministro que define junto con su equipo las políticas públicas y lleva la operación cotidiana del poder ejecutivo. Pero, a diferencia de los sistemas parlamentarios tradicionales en los que la correlación de fuerzas entre partidos políticos es definitoria para poner y quitar al primer ministro y sus colaboradores, en este escenario los que compiten en un sistema electoral no son los partidos, sino diferentes gabinetes liderados por sus respectivos primeros ministros. Cada equipo basa sus fortalezas en la idoneidad, la experiencia y el perfil profesional, técnico y científico de sus integrantes. El órgano electoral independiente organiza las elecciones y los ciudadanos eligen un gabinete para hacerse cargo de la operación del gobierno.

El resto de la administración pública funciona con base en un sistema civil de carrera en el que se ha eliminado el esquema de castas (no hay división de sindicalizados y personal de confianza) en el que rigen criterios laborales de igualdad, diversidad y perspectiva de género, sin discriminación por filiaciones políticas o de otro tipo.

La administración pública federal y de los otros órdenes de gobierno se digitaliza y un número significativo de trámites, procesos operacionales e inclusive el sistema de votación se hacen sobre plataformas digitales. La productividad se dispara y muchos costos se reducen dramáticamente. 

Todas las compras gubernamentales (federales y locales) se hacen en plataformas en línea, de acceso público y completamente transparentes, mediante licitaciones y subastas.  

El rol de los partidos políticos se puede definir de varias maneras y con alcances distintos. Sin embargo, los partidos seguirían compitiendo por la presidencia de la república, para integrar las cámaras de diputados y senadores, los congresos locales, las alcaldías y los otros puestos de elección popular. Pero habría algunas diferencias importantes: los congresos se limitarían a legislar, a aprobar los presupuestos (pero no a modificarlos) y a evaluar el desempeño de los operadores gubernamentales bajo un sistema público y transparente de indicadores objetivos y perfectamente medibles. Cuando un gabinete deja de cumplir con los criterios de evaluación predeterminados, se convoca a nuevas elecciones. La digitalización de los procesos electorales facilitaría enormemente las cosas.

El cambio de paradigmas se tendría que hacer con un congreso constituyente, como lo que están haciendo actualmente en Chile a nivel país, o como lo que se hizo en la CDMX a nivel local. Pero el principal compromiso del congreso constituyente tendría que ser el de diseñar un nuevo Estado cuya prioridad sea el de atacar permanentemente los males estructurales para minimizar las injusticias y erradicar las desigualdades.

Se vale soñar.