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Populismo, anaempatía y redentorismo (1 parte)

La palabra es el vehículo natural del carisma, por eso el populista mantiene una actividad frenética frente a su público. | Leonardo Martínez Flores

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Escrito en OPINIÓN el

El fenómeno político que estamos viviendo en México tiene muchas explicaciones endógenas, aunque en parte también responde a un contagio internacional, una especie de epidemia en la que candidatos populistas tanto de izquierdas como de derechas han llegado al poder y se comportan de maneras sorprendentemente similares. Lo hemos constatado en Latinoamérica desde hace unos lustros en Venezuela, Argentina, Perú, Ecuador y Bolivia, por ejemplo; pero también es algo que se ha estado dando en Hungría, la República Checa, Polonia, Rumania, Italia, Filipinas, Estados Unidos y ahora en México, en donde el fenómeno se adereza con ciertos rasgos particulares.

Para identificar los rasgos del populismo que vivimos actualmente en México, me propongo rescatar algunos de los esclarecedores conceptos diseminados en el libro El Pueblo soy Yo, de Enrique Krauze, y complementarlos con algunas observaciones actuales.

Bajo el entendido de que en las ciencias sociales es imposible contar con definiciones absolutas, me parece que la definición de populismo propuesta por Krauze capta muy bien la naturaleza del fenómeno por el que estamos pasando. Éste define al populismo no como una ideología, sino como una forma de poder y dice que se trata “...del uso demagógico que un líder carismático hace de la legitimidad democrática para prometer la vuelta de un orden tradicional o el acceso a una utopía posible y, logrado el triunfo, consolidar un poder personal al margen de las leyes, las instituciones y las libertades.” y adelanta un decálogo que publicó en 2005 y cuyos preceptos se ajustan sorprendentemente bien al mapa de ruta que ha seguido religiosamente López Obrador para llegar al poder y ejercerlo conforme a lo que indica el mantra populista.

En su decálogo del populismo, Krauze lo pone más claro que el agua: “El populismo en Iberoamérica ha adoptado una desconcertante amalgama de posturas ideológicas. Izquierdas y derechas podrían reinvindicar para sí la paternidad del populismo, todas al conjuro de la palabra mágica: 'pueblo'”.

Así, el primero de los rasgos específicos del populismo es un sine qua non: cuenta con un líder carismático que “...se siente el intérprete supremo de la verdad general y también la agencia de noticias del pueblo. Habla con el pueblo constantemente, atiza sus pasiones”. En efecto, la palabra es el vehículo natural del carisma, por eso el populista mantiene una actividad frenética frente a su público y hace un uso intenso de los medios que tenga a su alcance, usa la radio y la televisión, la prensa, ahora las redes sociales y en el caso mexicano establece cotidianamente la agenda nacional con el uso litúrgico y manipulador de las conferencias mañaneras.

Muchas veces se ha evidenciado que el montaje mañanero se diseña de manera que distraiga la atención de los problemas de fondo, de los fracasos cotidianos de un gobierno diletante cuya curva de aprendizaje sigue plana y que no atina siquiera a tener diagnósticos sensatos y bien fundamentados de los problemas que agobian a la sociedad mexicana. Al final la nota de cada día vuelve a ser una ocurrencia, una diatriba, una declaración insultante o anaempática, un “no nos confundan que no somos iguales” que aderezan el carisma del protagonista ante sus seguidores.

En segundo lugar, “...el populismo fabrica la verdad, que es la voz del pueblo. El populista abomina la libertad de expresión, confunde la crítica con la enemistad militante y por eso busca desprestigiarla, controlarla, acallarla”. Como he comentado en otras ocasiones, la mística de López Obrador proviene de las creencias de las iglesias pentecostales y evangélicas en las que se privilegia el simplismo y la ausencia de autocrítica, y se desprecia a la ciencia y al pensamiento analítico y complejo. Cualquier observación crítica sobre el ejercicio de gobierno es desarticulada con un no, no es verdad, eso es un ardid de los conservadores que no quieren la transformación del país y el recurso infalible del “yo tengo otros datos”.

En cuanto al populista latinoamericano, un rasgo típico es que éste utiliza de modo discrecional los fondos públicos. Krauze lo resume clarísimamente: “El populista no tiene paciencia con los mecanismos de la economía y las finanzas, el erario es su patrimonio privado, que puede utilizar para enriquecerse o para embarcarse en proyectos que considere importantes o gloriosos, o para ambas cosas sin tomar en cuenta los costos. El populista tiene un concepto mágico de la economía, para él todo gasto es inversión. La ignorancia de los gobiernos populistas en materia económica se ha traducido en desastres descomunales de los que los países tardan decenios en recobrarse”.

El amor platónico de López Obrador por el petróleo es un claro ejemplo de este precepto, cuya práctica es un factor crucial en la actual cimentación del retroceso del país. Además, el rasgo anterior le permite al populista repartir directamente los recursos públicos en un afán asistencialista de repartir la riqueza, pero siempre cobrando los favores con creces. Queda claro que se trata de un asistencialismo proselitista, muy efectivo, que pretende ampliar las bases de apoyo y que han manejado con maestría otros populistas latinoamericanos, desde Evita Perón hasta Chávez y Maduro.

El populista alienta el odio entre clases, entre grupos, entre bandos. Sabe muy bien que el cultivo de los odios siempre ha sido una inversión políticamente rentable y que, en todo tiempo y lugar las fuentes de los odios han sido abundantes, generosas, inagotables. La historia ha documentado muchísimos casos, como por ejemplo los de los jacobinos contra los aristócratas, los de los comunistas y los fascistas contra la burguesía, los de los nazis contra los judíos, los de varias sociedades europeas contra los musulmanes y, en nuestro caso, los de los fieles de López Obrador contra todos aquellos que no piensen como él y no lo apoyen.

Estos últimos entran por igual en la categoría de “los otros”, los que, desde el imaginario de este presidente, no quieren la transformación del país sino perpetuar la riqueza de unos pocos y la pobreza de muchos. El no estar de acuerdo con su estrategia de concentración del poder ni con sus disparatadas políticas públicas nos convierte en el blanco de los singulares epítetos que utiliza para denostar a “los que abusan del pueblo”.  Así, el que comete la ofensa de no rendirle incondicionalmente halagos y pleitesías entra en un mismo cajón con los demócratas liberales, los pirruris, los fifís, los finolis, los camajanes, los picudos, los conservadores, y con los causantes de todos los males que azotan al país: los abominables neoliberales.

El rasgo anterior es un vehículo que el populista utiliza para configurar otro: agitar y enardecer a las masas. La plaza pública, ese teatro que organiza López Obrador cada fin de semana en sus giras por todo el territorio nacional, en donde su público es el pueblo bueno que está feliz, feliz, feliz, es usada para presumir sus victorias contra “los enemigos del pueblo” y burlarse de ellos con diatribas y fuchi-cacas. En ese teatro, como sucede también con las presentaciones de Trump en los Estados Unidos, el protagonista interpreta dos roles simultáneos: es a la vez el jefe del Estado y el eterno candidato que sigue denostando a “los adversarios del pueblo”.

Continuará...