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Una poeta adolescente: Samantha Mayer Guadarrama

Animácula

Por
Escrito en OPINIÓN el

Mi primera lectura de la poesía de Samantha fue su poema “Rincón”.

No me sueñes dormida/ No me sueñes tranquila/ No me sueñes atenta/ Rúgeme, que doy pelea

Era una de esas mañanas. Una se sienta ante la computadora con su taza de café. Relativamente serena. Abro el Facebook y en el timeline descubro las palabras de Samantha. Las leo. Me resbalo de la silla: 

Yo no subestimo mis buenas noches/ Las reclamo con fuerza/ Les hago berrinche/ Las quemo, las apilo, las ordeno/ Las aspiro como incienso

Diosas de las rampas enjabonadas. ¿Qué he hecho con mis buenas noches? Me dije catatónica. ¿Acaso he sabido reclamarlas, berrinchearlas? En el actual contexto es extravagante decir que una persona es telúrica, pero Samantha lo es. En el sentido creativo de la palabra. Leyéndola me sentí una carmelita descalza. La novicia voladora. Heidi. “Rúgeme, que doy pelea”, es una frase que hubiera deseado escribir toda mi vida. Y vivirla. Solo que hasta leer a Samantha, no lo sabía.

¿Quién no desea noches rugientes? ¿Quién no desea no subestimar sus buenas noches? ¿Quién no desea ser reconocida y no negada, allí en donde al otro lo reconoce y no lo niega? ¿Quién no desea tomar las palabras y quebrarlas, romperlas, llevarlas al máximo de su significado, en un mínimo de espacio? Siento pasmo, siento admiración. Siento que encontré a una maestra sumamente joven y que de alguna misteriosa manera, ha vivido varias vidas. Así la fui leyendo, en su muro. Hasta su libro. Sin que logre explicarme –dado que no creo en la reencarnación– su alma antigua. Esa manera tan única de tener diecinueve años.

Una noche le escribí a Samantha, conversamos  por escrito. Le pedí que me contara de “Rincón”.

Samantha:  Rincón es la sensación de empoderamiento y no del clásico “buenas noches” lindo y amable; es la rebeldía contra verse bonita, tranquila y delicada. Salió de una frase de la canción de la llorona: "Yo te soñaba dormida llorona y dormida te estabas quieta", que realmente me recuerda  cómo me han visto muchos hombres desde mi papel de mujer. Es decir: "No, yo puedo ser capaz de destruir, de romper cosas por el simple hecho de que puedo, y también puedo ser mala onda, no me tienen que ver como "buena’"siempre. Porque yo lo que quiero es que alguien me ruja de regreso cuando les rujo. Yo quiero que me vean como equivalente, que soy cabrona y que no soy delicada".

Y claro que es delicada, porque sabe elegir meticulosamente las palabras, lo que no es una fineza menor, pero una entiende esa “delicadeza” fabricada a la que ella se refiere. Las fragilidades inducidas. Leo con detenimiento los poemas de Samantha, para intentar descifrar esa sabiduría antigua que les cuento. Nada está dado por hecho. No nos va a permitir negar. Ponernos cómodos. Quedarnos de reprimidas/os. Con lo medio bien que una anda de reprimida por el mundo. Ocultando el rugido. De su poema: “Mundos”:

Y de nuestros ojos, entre ojeras/ cada secreto/ que hemos guardado/ Entre nuestras uñas las angustias

Yo: ¿Por qué las uñas? ¿Y los secretos dónde los guardas?

Samantha: Siempre he sentido que guardo las angustias en el espacio entre la uña y el dedo y como están en mi manos, a veces hago las cosas mal. Los secretos guardados van en la nuca o en una libreta escrita con palabras que sólo quien las escribe entendería por completo… o debajo de las laminitas de madera que se zafan del suelo.

Es como el inconsciente, pensé. El secreto se esconde debajo de las laminitas, pero están tantito zafadas y los secretos se escurren por la habitación, a veces sucede y una poeta los pesca por los cabellos y lo indecible se escribe en frases muy breves.

Yo: ¿A qué le temes más en la vida?

Samantha: A mí misma.

Yo: ¿Si te tatuaras una palabra en el cuerpo, ¿cuál sería?

Samantha: “Impenetrabilidad”.

Yo: ¿Por qué?

Samantha: Me gusta pensar que es un "yo tengo mi lugar", "yo soy aquí", "yo existo aquí" y al mismo tiempo es un poco para mí un "statement": no me pueden quitar lo mío. Existo y existe mi cuerpo, ningún cuerpo puede ocupar al mismo tiempo el lugar del mío. Es el acto de hacerme escuchar y hacerme y saberme presente. Sucede mucho cuando estás por ejemplo en una relación donde existe violencia de género, no eres tomada en cuenta, no eres escuchada, te ignoran. Yo no me traiciono, sino otra gente, me calla o intenta ocupar mi espacio. Es escuchar las palabras y no escucharlas, es creer que se escucha, cuando no.

Yo: ¿Qué significa la frase: “No recuerdo cuando fue la última vez que estuve consciente”, de tu poema “Caminando”?

Samantha: Me refiero a estar consciente de ti y del mundo, saberte presente, saberte sujeto histórico, parte de lo que está sucediendo en el mundo y en tu mundo. Saberte sujeto activo que acciona y acordarte de todo eso que no te gusta recordar. La nostalgia también, de cuando te sentías bien sobre ser responsable de ti y de tus acciones. Ahora, todo eso de la responsabilidad parecen "tres bolsas con kilos y kilos que arrastrar".

De mis poemas preferidos en su libro: “Viajero eterno”. Comienza: 

Voy a buscar mi cordura en la luna. Voy a buscarla en las esquinas/ De todos los sitios/ Que he visitado a medias/ Donde no me quise quedar/ Pero ella sí

Yo: Oye, Samantha, ¿y tu cordura? ¿Qué fue de ella?

Samantha: La cordura, que me seguía como sombra, me advirtió que no la estaba haciendo caso. Se fue ella sola, no sé a dónde, pero como yo busco a mi cordura ella busca su locura. Así funciona siempre, ¿no? Las locas buscamos cordura, aunque cuando la tenemos no le hacemos caso y las cuerdas buscan locura, pero no sabría decirte qué pasa con las cuerdas, yo no soy una. Básicamente, la cordura se decepcionó de mí, "porque había descuidado en el camino/ todas las cosas/ que uno no debía de perderse".

Qué manera tan divertida y pudorosa de hablar de los mandatos. Hasta sentí alivio, como si desde el fondo de mí, algo me sugería perdones posibles gracias a su escritura. Algo entendí. Una no deshabita los espacios, ¿cómo llamarles? ¿Decretados? ¿Reglamentarios? Esos en los que nunca hay cochambre en las cacerolas. Nadie chapotea en pantanos inconscientes. Y los ideales del yo-yo ocupan todo el territorio. No hay traición pues, cuando una se va por su cuenta, porque les deja su cordura para ocuparse de ellos. Para mantener podadito el pasto. Almidonada la ropa blanca. Gracias, cordura, por ser tan acomedida. Cordura, ¡nunca pierdas tu femineidad!

Somos la gente que nos habita. Somos mundos que habitan otros.

Escribe Samantha. Cómo se escribe, además, del largo cariño por una niñita brillante y adorable, cariño que comenzó porque era la hija de mis amigos Marta y Benjamín, sin con ello parecer la tía cursi y embobada. Sí, soy cursi y sí estoy embobada. Pero ahora, por Samantha - ella. Samantha - poeta. Samantha - hoy. Por su singularidad. Pero permanece y es parte de mi buena fortuna de conocerla, la memoria de la niñita volando en el columpio del Instituto Simone de Beauvoir, donde su mamá y yo trabajábamos juntas. Inolvidable con sus tenis y sus calcetas de rayitas. Mis hijos – en la más estricta usanza de las masculinidades – se peleaban por columpiarla. Ella se dejaba columpiar magnánima. Marta y yo los espiábamos por la ventana. Era la intrépida del columpio, como ahora es la intrépida de las palabras que no tienen desperdicio.

A Samantha - ella, la he ido descubriendo poco a poco: mirándola marchar en las contingentas de las jóvenes feministas. Esas que me están radicalizando. Me regresan las ganas de hacer pintas, de colgarles brassieres rositas –en Reforma– a las estatuas de “los héroes que nos dieron Patria”. Me contagian con sus consignas que primero me estremecían y ahora comparto, porque hay tantas cosas que me han enseñado a entender.

¿Cómo es ser una mujer muy joven, en este México? 

Ahora. Esas feministas tan jóvenes que asumen la tradición separatista en las marchas y sus razones son muchas. Las que eligen aros para colocarse en los labios, en la nariz, las que muestran sus tatuajes, porque es otra manera de reivindicar el propio cuerpo, de escribírselo. De elegirse.

En uno de sus poemas, Samantha habla de árboles que son mujeres enredándose, bailando entre ellas. Les llama “brujas” y las conoció en Catemaco. Quizá es una enredadera de escrituras. Las mujeres del siglo XIX escribiendo en sus desvanes. Las locas del desván. Las que pudieron mandar a sus cuerdas a intentar respirar hondo adentro de sus fajas con varillas, mientras una parte de ellas, escribía. Y escribía. Recordando a Helène Cixous y su Feminismo de la Diferencia: “Una mujer puede escribirse a sí misma: puede escribir sobre las mujeres y atraer a las mujeres al acto de escribir, del cual han sido ahuyentadas con tanta violencia como lo han sido de sus cuerpos, por las mismas razones, por la misma ley, con el mismo fatídico objetivo. La mujer debe inscribirse en el texto y en el mundo y en la historia con su propio movimiento…”

Lo que más me conmueve en la escritura de Samantha, son las profundidades que la humildad le otorga a su escritura. Una humildad en el sentido divanero. La de la falta reconocida. La fisura que se sabe. La fuerza que viene de la aprehensión de la fragilidad. Cuestionarlo casi todo. Reírse de ella misma. La cuerda –quizá– va a intentar cada vez explicar que los indecibles, no son decibles, simplemente porque no existen. La cuerda, cada vez va a intentar explicar que el orden del mundo implica, la obediencia agradecida de la munda y que es más femenino repetir, que indagar.

La mascarada de la femineidad. Tan recurrida y celebrada. Y definida. Y desdeñada y odiada. Samantha nos ofrece una frase para enfrentar tantos miedos y tantas farsas, pero sobre todo, para enfrentar a la cuerda (¿Que acaso no es sino la voz del gran otro aplicada a las femineidades?), cuando se atraviesa, coarta, estorba. Ella, la cuerda que repite:

No escribas. No indagues. No digas. No marches. Quédate linda, quieta y dormida. Como la llorona. Corresponde a sus deseos. Obedece. Y, de pronto, una poeta adolescente nos enseña a decir, no sólo a su generación, sino también a la mía: Rúgeme, que doy pelea

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