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Palacio del Resistol

Así le llamaba Pilar, la hijita de Carlos Denegri a su casa. Cuando su padre bebía le daba por ir por las habitaciones rompiendo objetos. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

Así le llamaba Pilar, la hijita de Carlos Denegri a su casa. Cuando su padre bebía le daba por ir por las habitaciones rompiendo objetos. En esas crisis, los “objetos”, en el sentido de cosas, terminaban confundiéndose con los supuestos objetos de amor. El periodista “quebraba”. Cosas. Encuentros. Hombres. El periodista quebraba mujeres. “¿Para qué la pegas si no la tarda en romper otra vez?”, preguntó la hija a un trabajador que intentaba “reparar” daños. Como en una metáfora. Las mujeres sabían y, sin embargo, querían creerle. Lo perdonaban. Regresaban. No siempre por miedo. Sus reconciliaciones ofrecían periodos de bienestar, al menos aparente. Por un tiempo “merecían la abundancia”. Hasta la próxima vez. La niña sabía. Ellas se negaban a saber. ¿Por qué?

La novela “El vendedor de silencio” de Enrique Serna es la narración de la vida de uno de los periodistas más poderosos de México. El que sabía cómo vender religiosidad y favores. Patriotismos y silencios. Al que Julio Scherer “congeló” en Excélsior y a quien dedicó esta frase tan citada y lapidaria: “El mejor y el más vil de los reporteros”. Serna describe su seducción, sus encantos, el poder que ejercía alrededor suyo, su cultura, sus lenguas, sus lujos. Sus sensualidades tan contrariadas. Nos ofrece párrafos enteros de su escritura pomposa, demagógica. El periodista “oficial”. También, por supuesto, sus niveles de corrupción. Su crueldad. Su misoginia.

Es en esta misoginia (tan conocida) que cada vez encontró mujeres dispuestas a ser sus cómplices (elegido por ellas y contra ellas) que me detengo. ¿Por qué una mujer uniría su vida a la de un hombre conocido por su posesividad, sus celos, su violencia contra las mujeres? Su vida íntima –a partir de sus escándalos– era más que sabida. ¿Por qué alguien elegiría probar su suerte ante esa crueldad imparable y recurrente? ¿Será verdadero que el poder es un atractivo tan erotizante? Es muy probable en cantidades de casos. ¿Pero en qué consiste esa “erotización” del poder de un hombre sobre los otros, cuando “el gran protector de su elegida” es muy probable que se convierta justo en el peor enemigo y cuando el costo a pagar es desposeerte de ti misma?

¿Cuántas generaciones de mujeres educadas para imaginar el “valor” de una mujer en el lugar equivocado? Una adquisición social que no tenía nada que ver con el aprehenderse a ella misma. Una concesión que el Otro le hacía. Un Gran Otro. Así, en masculino. Ser la elegida de un hombre “poderoso” a pesar de su historia. En el barrio más acomodado y en el más precario. El “rey” de la prensa o el “rey” del narco. La alianza con el agresor potencial. ¿Para “estar a salvo?”. ¿Para acceder a los espacios donde el reflejo del Otro concede “brillo” por procuración? La palabra que se usaba (aún circula por allí) era “conquista”. Y, sí, Denegri “conquistaba” a sus parejas. Y muy pronto exigía sus derechos absolutos sobre sus territorios ocupados.

La misoginia de Carlos Denegri tendría que ver –sugiere el análisis de Enrique Serna– con un secreto. ¿Quién era su padre biológico? Un “no dicho” de la madre que ocultaba una mentira que a su vez ocultaba otra mentira. Ya en su madurez, Denegri descubrió el nombre de su supuesto padre biológico. Lo visitó en Estados Unidos, estaban por azar en la misma ciudad. No, él no lo abandonó, le explica el padre, la entonces nueva pareja de su madre (quien fungió como padre para Denegri), lo expulsó del país para que no estorbara en su relación amorosa con la madre. Pero existía un segundo secreto: en realidad él tampoco era el padre biológico. La madre ys

Las revelaciones habrían detonado el derrumbe emocional en Denegri. Pero su misoginia ya estaba allí. La hipótesis que corre paralela (desde Serna) es la de una madre muy seductora, coqueta, que alguna vez fue vicetiple y que conservaba, a sus horas, ciertos “modos” que recordaban un pasado que el hijo no soportaba. La madre que cantaba –desde su departamento de lujo– canciones con letras “indignas”, canallitas, ante un hijo que ardía entre “el pecado” y “la penitencia”. Entre el diezmo y la sexualidad descarnada. ¿Quién habrá sido o creído ser ese hijo para la madre? ¿Ese escote de la madre se prolongaba en el escote de su esposa? ¿Una madre demasiado seductora también con el hijo? ¿En qué momento de su infancia el hijo seducido se sintió traicionado? ¿En qué momento y sin saberlo, se supo “poseído” y se rebeló-rindió ante la oculta evidencia?

Regreso a ese “ellas” que desearía tanto entender. Denegri había irrumpido en la madrugada en la recámara de su esposa con una trabajadora sexual y dijo: “Levántate puta, que ya llegó la señora”. Había arrastrado por las calles a la esposa del jardinero: por infiel. Le había roto el vestido a su esposa –en público– para exhibir sus senos, (aclaro: los de ella. Por esa envidia tan recurrente en la violencia misógina). El imaginario de Denegri estaba invadido de “putas” odiadas e indispensables. Como todo imaginario misógino. Pero no habría sembradero de “putas” si no existiera una “santa”. Por lo menos una.

Una de ellas iba a “redimirlo”. A transformarlo en una especie de “hombre nuevo”. Sin alcohol y sin violencia. Una de ellas le iba a probar que no todas son iguales: traidorzuelas. Esa era –según el análisis de Serna– una forma de su “esperanza”. Pero nada más irreconciliable que la “santidad redentora” y el amor materno incondicional y los arrebatos sensuales. En algún lugar, todas eran vicetiples cantando y actuando letras canallas. Pareciera que también era la “esperanza” de ellas: “Yo lo voy a cambiar”. “Conmigo va a ser distinto”. “A mí sí me va a mirar”. Nadie se inmola sólo a cambio de viajes y collares de perlas en un camino –estaba visto– de tan corta duración.

La terrible fantasía de ser La Elegida del Gran Otro castigador que justo tendrá en sus brazos una epifanía y dejará de serlo. “Ganar” la batalla que la convertiría en “Única”. ¿Cuál es la dosis de rivalidad femenina inscrita en este imaginario? ¿De qué se nutre cuando una mujer no puede pensar: “¿La Elegida? ¿Cómo para qué?” Será un: “Voy a poder donde ‘la otra’ no pudo”. “El problema era ella, que no supo cómo tratarlo”. “Yo tengo justo lo que el Otro necesita para convertirse en el marido más amoroso”. Como en un laberinto de espejos de femineidades en disputa. Y la historia se repetía, la de él. Tan incurable y tan suya.

Serna sugiere que, en un momento, Denegri supo: Natalia sí era capaz de matarlo. Supo y se dejó ir a su pulsión de muerte. Con más frenesí que otras veces. Su vida profesional estaba en caída libre. El alcohol lo controlaba. Tal vez fue así. Natalia disparó. “¿Maté yo a Carlos Denegri?” Los hijos de ambos habrán tenido que aprender –con cuánto horror– a “pegar” los objetos. El tan feroz y ambivalente legado del Palacio del Resistol.