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Pablo

Pablo para mí es el recuerdo permanente de una responsabilidad hermosa, sobra decir que lo amo y que se trata de un amor único. | Ulises Castellanos

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Escrito en OPINIÓN el

Nació entre guerras, ya cumplió 18. Pablo es mi hijo y en esta imagen de 2008 él me acompaña en París para una exposición que presenté en aquel año, celebrando mis 40 de edad, mientras él cruzaba apenas, los cinco añitos cumplidos.

El poder de la fotografía justo radica en esto, en la huella de la memoria que le imprime a nuestra resbaladiza galería de recuerdos, un dato concreto. Sin la imagen fija, nuestra memoria empieza a confundir fechas, lugares o personas. Pero para fortuna de todos, cuando alguien toma una imagen, congela para siempre un lugar y un momento irrepetible. 

La memoria se alimenta de nuestra capacidad para recordar, y su combustible son los rostros y los paisajes. Nuestro cerebro es capaz de almacenar y codificar datos a una velocidad impresionante. La capacidad de recordar es lo que nos permite mantener vínculos personales y profesionales con toda naturalidad. La memoria es la que hace posible regresar a casa cada día. Sin ella, estaríamos perdidos.

Pero la memoria es caprichosa, mientras yo tengo fresco el recuerdo de aquel viaje a París con mi hijo, él dice que apenas lo recuerda, y que sólo por esta imagen, más otras que tomamos en aquel viaje, él alcanza a recordar o cree recordar que estuvo en París aquel año. Tiene un vago recuerdo de cuando subimos a la Torre Eiffel, pero nada más.

Pero en mi caso al ver esta foto, lo recuerdo todo. Pablo nació en julio de 2002, fue concebido aproximadamente en noviembre de 2001 justo cuando yo regresaba de la cobertura en Nueva York de los ataques a las torres gemelas que me llevó a medio oriente y de regreso en cosa de un mes.

Para mi vuelta, y después de estar en contacto de nuevo con la muerte, a su madre y a mí nos quedó claro que queríamos un hijo. Llevábamos casi tres años de casados y cinco de conocernos. Cuando nació Pablo se inauguraba el mundial en Japón y más o menos aquel año transcurrió con tranquilidad.

La llegada de Pablo fue una alegría enorme en la casa y yo me recuerdo muy divertido jugando con él o dejándolo dormir en mi pecho hasta que los dos caíamos de sueño. Pero en 2003 la vida, las coberturas y otra vez la guerra nos separaron por un tiempo. En 2003 Estados Unidos invadió Irak nos lanzamos a su cobertura en un recorrido por medio oriente que nos llevó a cuatro o cinco países de la zona, para hacer la crónica de aquella invasión. María se angustiaba siempre que veía los noticieros y me reclamaba mi afición por correr siempre a esa coberturas. ¿Acaso no hay más fotógrafos en la revista? Me decía, antes de irme al aeropuerto.

Poquito después cuando Pablo cumplía su primer año de vida, yo estaba en Guayaquil haciendo foto con Susan Meiselas gracias a una beca de la Fundación Gabriel García Márquez. Sí, me perdí aquel pastel y mi único bálsamo de paz, era mi absurdo argumento que le daba a su madre, sobre el hecho de que él no recordaría jamás mi ausencia de ese día. Sin embargo, las fotos de aquel cumpleaños con su mami, mis padres y el resto de la familia son evidencia clara y permanente de que no estuve. Así de fuerte es el testimonio de una fotografía casera.

El álbum familiar clásico -hoy reemplazado por el Facebook- era el mejor ejemplo de una tarea familiar de edición y ajuste de recuerdos. Ahí están los nacimientos, las bodas, las vacaciones y los momentos felices de una familia. Lo curioso es que siempre se edita o se borra la tragedia. Nadie tiene en su álbum su primer borrachera al borde del vómito, nadie sube las fotos al face de una discusión de pareja mientras vuelan los platos. 

Cualquiera que revise un álbum familiar, solo verá felicidad, logros y sonrisas. Porque eso sí que nos gusta recordar. Es más, nos encanta. Hoy en día en la era de las redes sociales, solo tienen que asomarse a Instagram o al Facebook de sus amigos, para ver lo felices que son o cómo desaparece la pareja que ayer, era el amor de su vida.

Por eso, Pablo para mí es el recuerdo permanente de una responsabilidad hermosa, sobra decir que lo amo y que se trata de un amor único, irrepetible, incondicional y para siempre. A Pablo me lo llevé alguna vez de fin de semana a Nueva York para que practicara su inglés en 2010 y cuándo monté otra Exposición de foto en Londres por allá de septiembre de 2012, también me lo llevé aquella semana para que conociera la tierra de Churchill. Ël sólo me pidió ir a Liverpool para conocer la ciudad de Los Beatles, fuimos y estuvimos en aquel primer bar donde ellos tocaron. Afortunadamente este último viaje lo recuerda con mayor claridad. Para entonces él ya contaba con 10 años de edad.

Pablo es hoy un joven, que ahora mismo ha dejado una etapa detrás suyo, para empezar a construir sus sueños, ama la música y tiene ya nueve años tocando la guitarra. Le gusta el box y hace mucho ejercicio. Representa una generación que ya no conoció la televisión. Y que no vive estresado por el horario de un programa equis. 

Sus 18 de vida, son nuestros 18 como papá. Y obvio, claramente no soy el mejor padre del mundo, pero es el que le tocó; aprendí con él a cambiar pañales y hacer su leche en polvo. De él he aprendido a ser paciente, sereno, responsable y hasta donde he podido, aconsejarlo de vez en cuando.

Pablo lleva en sus apellidos el talento de dos periodistas únicos, el carácter de su abuelo paterno, Bulmaro Castellanos Loza, mejor conocido en el barrio como el monero Magú, del diario La Jornada y por el lado de su madre, su otro abuelo, Julio Scherer García el enorme periodista de excepción que no requiere mayor presentación. María y yo nos conocimos en la redacción de Proceso en 1996 y sin saberlo entonces, ese encuentro fue la chispa que seis años adelante le daría vida a Pablo.

Esta semana lo celebramos en un restaurante japonés del sur de la ciudad en plena pandemia, prácticamente éramos los únicos en esta terraza de San Ángel, comimos bebimos y recordamos juntos una vida. María me compartió un montón de fotos ya digitalizadas que yo no tenía. La pasamos muy bien y escuchamos sus intereses y sueños a futuro. Aún falta. Esta chamba de ser padre o madre no acaba nunca.

Dicen que la memoria sensorial, es muy breve y que su duración oscila entre los 200 y los 300 milisegundos. Es por ello, que frente a la realidad de que un día quien esto escribe muera o pierda la memoria, que también es un poco otra manera de morir, dejo aquí constancia de lo que amo a mi chamaco, más tres pinceladas de los recuerdos que tengo con él, derivados por supuesto de la foto que hoy les presenté.

Por cierto, esta imagen la tomó en París, Julia Cuéllar, pero esa, esa es otra historia.

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