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Nuestros miedos más arcaicos

La pandemia nos desata nuestros miedos más intensos y arcaicos, nuestros miedos más reprimidos y silenciados. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

La pandemia nos desata nuestros miedos más intensos y arcaicos, nuestros miedos más reprimidos y silenciados: hay un daño que podría llegarme por otra persona, sin que esa persona lo sepa. Hay un daño que puedo infligirle a otros, sin que yo lo sepa. Tantas páginas escritas alrededor de la agorafobia, de la "fobia de contacto" y henos aquí: no es recomendable reunirse, acercarse, tocarse. Ahora salir es, en la realidad, un peligro. Un cierto miedo al abandono se agudiza, porque la soledad toma matices distintos. Porque la relación con los otros se altera. Porque se traslada a un teléfono, a una pantalla. Porque estamos, pero no estamos. ¿Cuál podría ser el más remoto de nuestros miedos, sino el de ser abandonados? 

Todas/os comenzamos la vida en un mismo punto: la dependencia absoluta. Las maneras en las que esa dependencia se resolvió según las condiciones que pudieron ofrecer las figuras tutelares, son infinitas, pero todas/estamos marcados por nuestra dependencia emocional a las/los otras/os. Por nuestra necesidad de cercanía y de amor. Por ese miedo de los inicios: que nuestra llamada dirigida a las/los otros significativos no reciba una respuesta. No, no hay que dejar llorar a los bebés por las noches, para que se "eduquen". No, los bebés no hacen "caprichos", ni quieren "controlarte", ni viven en esa lucha de poder que tantas veces les endosamos los adultos en nuestras interpretaciones. 

Hasta allá nos regresan estos tiempos de abrazos, de acercamientos prohibidos.

Sin el abrazo de sus personas significativas el bebé podría confrontar las emociones del caos, porque la ternura ordena su mundo. Sí, los bebés sienten enojo, sienten desamparo, sienten miedo. No los piensan: los sienten. No tienen la posibilidad aún de elaborar sus emociones, son de una manera muy intensa: sus emociones. A eso me refiero con los miedos más arcaicos. Hacia ellos regresamos en este inmenso absurdo que nos aleja de los demás. La necesidad de contacto no se reduce, está allí igual de imperiosa, solo que teñida por el miedo a dañar o ser dañado. Una forma inédita del desamparo. A veces tengo miedo del futuro: si me toca ser de los que están en pie cuando esto termine: ¿podré superar este miedo? Este miedo al "contagio" que ya se nos metió en la piel, se nos instaló en los huesos. La incertidumbre y el miedo generan caos. Hay días de "esos", en los que la sensación de estar inmersa en el caos nos habita y toma la casa. 

El espacio de adentro se reduce. Se hace claustrofóbico. Minúsculo. Comienza con despertarse y recordar de golpe, con incredulidad, con sorpresa, que el covid existe, que sí nos está sucediendo. Que ha avanzado implacable, que miles de familias están en duelo. Sí nos está sucediendo y es como una alucinación. ¿Cómo semejante cosa podría ser posible? El miedo precede al caos. El caos me rodea. Soy un caos. Un cierto orden comienza por los pequeños gestos cotidianos. Una taza de café. Dos. Tenderse una red a una misma e intentar pescarse. Intentar trabajar. Las pilas de páginas por traducir se convierten en casi una amenaza. Entre las frases más afortunadas: "tengo mucho trabajo". Pero la capacidad de concentrarse es una perla rara, para llegar a ella hay que domar al caos.

El adentro está alterado y el afuera queda lejos, más lejos que nunca. Cortar la verdura para el puchero. Rescatarse del marasmo. "Esos" días están hechos de miedo y de desgaste. Descubrir una mesita que está cubierta de polvo. No lo vi. No me di cuenta. Pasar un trapito húmedo. Pensar con una sensación de catástrofe que ya no hay vinagre en la casa y corro el riesgo de que el fregadero vuelva a desbordarse. Tampoco el fregadero sabe que hacer consigo mismo. Se convierte en una metáfora de las "malas" mañanas. Las mañanas que nos recuerdan que sí irrumpió una catástrofe. Los gestos de la vida cotidiana siempre son importantes, somos nuestra vida cotidiana, pero ahora toman una relevancia nunca antes vista, porque nos estructuran, nos integran a la realidad, nos marcan un continuo. Nos libran del caos. Ahora les escribo y me ordeno, les escribo y esas/os otras/os indispensables que están allá afuera me acompañan.

Ahora les escribo y mi hijo mayor me llama. Ya es hora de echar la carne en la cacerola del puchero. Es hora de volver a mirar las pilas de páginas sin la sensación de pánico que provoca el caos. Mi hijo me cuenta de una frase que acaba de leer, en resumen: tu fragilidad será la misma hoy que mañana. La misma. No es tan útil suponer que hoy no actúo, no decido, no hago, porque hoy, la confusión me habita. Por el momento solo tengo ese "hoy". Nuestro reto, nuestra escalada. Por el momento solo me queda tomar mi confusión por los cabellos y domesticarla.