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¿No a la #ReformaElectoral?

Reformar el sistema electoral es conveniente, pero no estrictamente indispensable. | José Antonio Sosa Plata

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Escrito en OPINIÓN el

Lorenzo Córdova, Consejero Presidente del INE, reiteró hace unos días que nuestro sistema electoral no requiere una reforma y que “podemos ir a las elecciones de 2024 sin modificaciones”. El pronunciamiento fue sorpresivo, desafiante y controvertido. Si bien es cierto que la iniciativa del presidente Andrés Manuel López Obrador será enviada pronto al Congreso, se deben considerar las ventajas que tendría mantener el marco jurídico actual.

En relación con el frente que abrió el presidente de la República contra algunos consejeros del INE y magistrados del Tribunal Electoral, a nadie conviene mantener la duda sobre el posible retroceso que tendría la autonomía de ambas instituciones. Primero, porque en los hechos han demostrado que pueden garantizar el ejercicio de los derechos político-electorales de la ciudadanía. Segundo, porque son dos de la instituciones que inspiran mayor confianza en la ciudadanía. Y tercero, porque los conflictos electorales se dirimen y resuelven con base en la ley.

Es cierto que reformar el sistema electoral es conveniente porque el contexto político y mediático evoluciona y se transforma a gran velocidad. No hay duda que nuestra democracia cuesta mucho y que prevalecen algunas complicaciones para que el dinero sea fiscalizado con oportunidad y transparencia. Y también es un hecho que la sobrerregulación de la reforma constitucional de 2014 ha generado conflictos y errores que deben ser corregidos.

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En el mismo sentido se puede asegurar que el principio de certeza sobre las reglas y resultados se ha mantenido firme en prácticamente todas las elecciones realizadas desde el año 2000. Y que la alternancia es parte de la normalidad en nuestro sistema político. Tampoco existen razones de peso para que se revierta el principio de prevalencia del dinero público sobre el privado en el financiamiento de la política.

La propuesta del presidente en el sentido de “que sea el pueblo el que elija a los consejeros electorales y a los magistrados de manera directa, con voto directo y secreto” tal vez sea adecuada. En principio, se tendrían que revisar los procedimientos y altos costos de esta propuesta para que no tenga niveles tan bajos de participación, como sucedió con la consulta sobre expresidentes y la de revocación de mandato.

Lo que no se puede negar es que los acuerdos “cupulares” para nombrar consejos y magistrados no han afectado los principios que tienen que cumplir las dos instituciones electorales. Los más de 300 procesos electorales organizados por el INE, en los que el índice de alternancia supera el 60% sin conflictos o cuestionamientos graves, confirma que el sistema funciona. En consecuencia, parecería lógico asegurar que una nueva reforma es innecesaria.

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¿Quién puede negar que ha habido otros logros tan importantes en los últimos ocho años como la regla de paridad, que se concretó en el Congreso y que tiene avances significativos de mujeres electas en ayuntamientos y gubernaturas? ¿Quién puede estar en contra del modelo de capacitación de las ciudadanas y ciudadanos que se desempeñan el día de la elección como funcionarias y funcionarios de casilla? ¿Quién puede poner en tela de juicio que la ciudadanía tiene hoy el poder efectivo de elegir a quienes son sus representantes y gobernantes?

El sistema de fiscalización de partidos ha mejorado. Los mecanismos de vigilancia y las sanciones aplicadas a quienes no cumplen las reglas se resuelven conforme a derecho. Hoy no hay voces ni decisiones que influyan desde otros espacios que no sean los que corresponden a los órganos autónomos. Tal vez no es el mejor sistema ni el más eficiente, pero no se ha afectado la legitimidad y credibilidad de los procesos.

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En las Elecciones 2018 el sistema electoral demostró y confirmó su fortaleza. Lo mismo sucedió con las elecciones más grandes y complejas de nuestra historia, las de 2021. En ambos casos fueron procesos predominantemente civilizados, pacíficos, incluyentes, respetuosos y tolerantes. De hecho, han sido muy pocas las elecciones en las que ha quedado una sombra de duda sobre los resultados y la legalidad. Todo esto a pesar de la violencia y clima de inseguridad que prevalece en algunas regiones del país.

Sin embargo, también sobran las razones para impulsar una nueva reforma. Los retos que ha impuesto el nuevo ecosistema de comunicación y los nuevos riesgos de retroceso que hoy están latentes abren una ventana de oportunidad para que México tenga una legislación electoral moderna, robusta y más eficaz. La austeridad, tiempos de precampaña y campaña, exceso de restricciones propagandísticas y saturación de spots son solo algunos ejemplos de lo mucho que falta por corregir.

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Aún más. Lo que más conviene a nuestra democracia es reforzar la autonomía de las instituciones electorales. Pero la fórmula actual de pesos y contrapesos dificulta reducir los obstáculos y problemas que surgieron con la reforma de 2014. La experiencia ha demostrado que la polarización entre partidos y liderazgos hacen muy difícil el cumplimiento de la misión en los términos deseables para la democracia que merece el país y la sociedad.

La balanza de los grupos de poder está desnivelada. Por fortuna, no todas las reformas se pueden imponer de manera unilateral desde el Gobierno de la República ni los gobiernos estatales. Lo que sucedió con la reforma eléctrica en el Congreso es un buen ejemplo. Para avanzar, la claridad y sencillez en la formulación de objetivos y metas es lo primero cuando se quiere lograr, en serio, el acuerdo de la mayoría. El mayor reto está en que los principios de certeza, legalidad, independencia, equidad, imparcialidad y transparencia, entre otros, estén por encima de los intereses particulares.

Consulta: Elvia Freidenberg y Christian Uribe Mendoza. "Las reformas político-electorales en América Latina (2015-2018). Viejos problemas y nuevos desafíos democráticos para los países de la región". México: UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, Octubre de 2018.

En otros países, los ganadores de una elección se sienten amenazados con las reformas. No es el caso de México. Con una oposición debilitada, la propuesta del presidente López Obrador parecería que no tiene justificación, más si se consideran los niveles de confianza y popularidad que hoy tienen él y Morena. Por lo que se ve, no habrá vuelta atrás. La reforma va y habrá una gran tensión política. Lo que aún no queda claro es si todos los partidos de oposición buscarán lo mismos objetivos.

Con base en la experiencia de las reformas anteriores —valiosas, sin duda— el consenso no será más que un simple deseo . El verdadero dilema está en equilibrar la legitimidad y la eficacia política con los intereses particulares y la realidad que establece que, para ganar, se tienen más posibilidades con el mayor número de recursos humanos, financieros y materiales. En un escenario de conflicto exacerbado, lo peor que podría pasarle al país es que la reforma signifique un retroceso o que complique más las cosas de como están ahora. Lo menos peor sería, entonces, que todo siga igual.

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Por todo lo anterior, desde ninguna perspectiva debería ser condenable la intención de modificar o crear nuevas reglas en nuestro modelo de competencia política. La política no puede ser estática. Sería un sinsentido. De igual forma, es altamente recomendable que los cambios tan trascendentes como los que se propondrán al Congreso sean resultado del acuerdo mayoritario entre los actores que participan en las elecciones. Para fortalecer la democracia, no existe un mejor camino.

Asimismo, no deberían ser motivo de preocupación los conflictos, diferencias y desacuerdos entre los poderes. Tampoco las confrontaciones del presidente de la República con las instituciones electorales. El conflicto y el desacuerdo entre personajes de poder también arrojan resultados positivos para la sociedad, sobre todo cuando se manejan en forma civilizada y con apego a las reglas. Pero en las actuales circunstancias, no están dadas las condiciones para tener un marco jurídico de vanguardia. Se trata, lamentablemente, de una misión imposible.

Recomendación editorial: Luis Salazar y José Woldenberg. Principios y valores de la democracia. México, Instituto Nacional Electoral (INE), 2020.