Main logo

Morir en paz y casi en plenilunio: Vicente Leñero, In memoriam

Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!...: Nervo.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Fue lo que quiso ser, ingeniero, ajedrecista, guionista, novelista, y sobre todo el gran periodista de México, uno de los grandes.

El maestro de maestros del periodismo mexicano Vicente Leñero, formador de varias generaciones de periodistas en el país, falleció como dijo su hija  Mariana “tranquilo y en paz" poco antes de las 9  horas de este miércoles 3  de diciembre de cáncer pulmonar en su casa de San Pedro de los Pinos en la Ciudad de México. Tenía 81 años de edad. Nació en Guadalajara, Jalisco, el 9 de junio de 1933.

Don Vicente fue uno de los autores más importantes de la segunda mitad del siglo XX, y principios del siglo XXI; un autor completo, abarcó casi todos los géneros de la literatura: novela, teatro, cuento, crónica, guionista cinematográfico (¿fue también poeta?), pero sobre todo fue un  gran periodista. Su libro Manual de Periodismo, es libro de cabecera en la mayoría de escuelas de periodismo y comunicación del país.

Decía que “un reportero no debería ejercer jamás la función de comentarista. Trabajar y proporcionar noticias, y comentarlas luego en el mismo medio en el que trabaja, constituye una acción reprobable, al menos dislocada en relación con la auténtica búsqueda de la realidad. Ser analista no vale más que ser reportero. El reportero es siempre el eje, la clave del periodismo”.

En los años cincuenta se graduó en la UNAM como ingeniero civil, pero no ejerció y se abocó a la escritura para ganarse la vida. Fue becario del Instituto de Cultura Hispánica de Madrid en 1956 y, a finales de la década siguiente, del Centro Mexicano de Escritores y de la Fundación Guggenheim.

Formó parte del grupo de aquellos periodistas del rotativo Excélsior dirigido por Julio Scherer García (de 1968 a 1976) y  cuando se da el llamado “Golpe a Excélsior” orquestado por el gobierno de entonces (LEA) salió junto con mucha gente para fundar la revista Proceso, en la cual trabajó hasta su retiro de ella, junto con Scherer, a finales de la década de los noventa, donde formó muchos periodistas, y de la que fue subdirector. “Yo incursioné en el periodismo por una necesidad, como no tenía preparación ni un suficiente bagaje cultural, pues estudiaba ingeniería en la UNAM y eso no tiene nada que ver con la cultura, vivía totalmente al margen. Entré a una escuela de periodismo (La Carlos Septién García) porque pensé que ahí me iban a enseñar a escribir, yo quería la herramienta, un instrumento para escribir...”,  dijo en una  entrevista.

De su experiencia en la formación de la revista Proceso, considerada un contrapeso necesario al poder, expresó alguna vez: “Tenía un tiempo laboral muy ocupado y añoraba dedicarme a la literatura. Yo tenía ganas de abandonar el periodismo y había hablado con Julio Scherer, le dije que iba a dejar la  Revista de Revistas, que me iba a dedicar a escribir. Scherer me insistía en continuar en la revista, entonces surge el golpe a Excélsior… los que salimos de ahí empezamos a conformar una revista y trabajé en esa revista siempre esperando el momento de jubilarme; la literatura siempre ha sido más importante para mí que el periodismo”.

Inicio su carrera periodística en la revista católica Señal, dirigió Claudia  –de 1969 a 1972–y Revista de Revistas, el suplemento cultural de Excélsior, entre 1973 y 1976. 

En la escuela Carlos Septién García: “Se encuentra en el origen mismo de mi condición de periodista y escritor. Ella es el germen de mi vida profesional. A ella le debo haber abandonado una insegura carrera de  ingeniería  para  abrazar –como suele decirse con otro lugar común– la actividad que dio soporte y sentido al pedregoso camino emprendido desde joven hasta hoy, en la vejez”.

Debo confesar –agregó– hace 4 años, aquel 4 de noviembre de 2010 cuando recibió el Premio de Periodismo Carlos Septién García (Revista Proceso # 1776, 14 de noviembre de 2010) que él no ambicionaba convertirse en periodista. “Estudiaba números pero pretendía, con ofuscación, domeñar las letras, las palabras, el difícil arte del fraseo y la composición del lenguaje escrito. Quería eso: Ser escritor. Y una escueta mención relacionada con el inicio de cursos de una escuela de periodismo, leída en Excélsior, en la columna de un especialista en espectáculos que se apodaba Lumière, me encandiló de golpe: ¿Qué tal si inscribiéndome en esa escuela lograba yo aprender los secretos necesarios para escribir bien mis tropezados cuentecillos y poemas de mi adolescencia? ¿Qué tal si en esa escuela me enseñaban sintaxis, puntuación, ortografía…?”.

En total escribió una docena de novelas, 14 obras de Teatro, 20 guiones de cine y tres compilaciones de cuentos. Su primera novela fue La polvareda que le publicó Editorial Jus; luego vendría La voz adolorida (1961), el monólogo de un enfermo mental en torno a la vida, con el que muestra el realismo psicológico de sus primeros escritos. En 1963 vinieron Los albañiles, que le valió el premio Biblioteca Breve Seix Barral. De hecho, fue el primer narrador mexicano en llevarse una presea a nivel mundial.

Poco después, Leñero empezó a escribir guiones teatrales, adaptando Los albañiles, en 1970; La carpa, en 1971, y Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, en 1972, entre otros. Quién no recuerda La mudanza, La noche de Hernán Cortés y El martirio de Morelos, que fue polémico.

Mi amigo el historiador michoacano José Herrera Peña, y de los que más conocen la obra de Morelos polemizó con Leñero, pero defendió que la obra se difundiera, ya que algunos pedían que se retirará:

“Debo advertir que, como otros muchos, nunca estuve de acuerdo con la visión que tiene Leñero de esta tragedia histórica; pero menos aún que pudiera ser eventualmente molestado por sus ideas. Por eso, a diferencia de algunos, no me sumé a los que exigieron que se prohibiera su representación en un teatro de la Universidad de México. Al contrario. Me permití enviar una carta al rector -con copia al autor- en la que emití mi ‘voto particular’ sobre este asunto.

Y es que, aunque fundada en las actas de los procesos, la de Leñero -como se dijo anteriormente- es una obra de teatro, es decir, una obra de ficción, de fantasía, de imaginación. En este tipo de trabajos, el autor tiene no sólo el derecho sino también la obligación de transmitir al espectador -o al lector- todo tipo de posibilidades dramáticas, incluyendo la de hacerlo sentir y pensar en una forma distinta a la esperada. El único juez para calificar la representación, por consiguiente, es el público, no un funcionario administrativo, sea cual fuere”.

En la década de 1980, publicó con éxito varios libros documentales, como La gota de agua Asesinato; (el asesinato de los Flores Izquierdo que documentó con el apoyo del reportero Oscar Hinojosa) también incursionó en otros géneros.

Fue guionista de una de las película mexicanas más exitosas y que estuvo a punto de ser vetada: El crimen del padre Amaro (2002), dirigida por Carlos Carrera y protagonizada por Gael García Bernal y nominada al Óscar a Mejor película extranjera. También hizo en 1978 Los de abajoEl callejón de los milagros (1995), La ley de Herodes (1999) y El atentado (2010).

Además de ser designado miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, se le distinguió con innumerables reconocimientos hasta alcanzar la mayor presea mexicana, el Premio Nacional de Letras, en 2001.

Fue nombrado miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua el 11 de marzo de 2010 y el 21 de septiembre de 2011 fue galardonado la Medalla Bellas Artes de México que otorga el Instituto Nacional de Bellas Artes.

Una gran pérdida para las letras de México.

Lo vamos a extrañar.

La noche de este miércoles su familia y cercanos lo despidieron en una ceremonia privada y hoy jueves 4 de diciembre, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes  y el Instituto Nacional de las Bellas Artes rendirán a las 12 horas un homenaje al escritor jalisciense, cuyos restos serán cremados esta tarde en una ceremonia privada de la familia Leñero Franco.

Un abrazo a su esposa, doña Estela y sus cuatro hijas Estela, Isabel, Eugenia y Mariana.

Ah también al cineasta Víctor Ugalde, y a todos sus amigos, en especial a mi amigo Gerardo Galarza, quien fue amigo y alumno de Leñero.

Nos vemos en  Bellas Artes, PD

En los márgenes: morir en Luna llena.

La noche de este jueves casi será de plenilunio, de repente me viene a la mente un cuento de Vicente Leñero “Luna llena”, publicado hace pocos años, lo reprodujo la revista Proceso en 2008.

Los hechos ocurren por el rumbo de San Pedro de Los Pinos donde vivió Leñero. ¡Qué curioso!

Está dedicado a Jorge Rodríguez, dice:

Era noche de luna llena.

Después de ganar con el Pantera cuatro zapatos al hilo –a Eugenia y Chucho, a Leticia y Eduardo, a Juan y Jaime, a Jean Michel y Pepe– decidí terminar mi noche de dominó de los martes y regresar a casa: ya pasaban las dos de la madrugada. Chucho insistió un poco: que la revancha, que el último, que uno más y ya. Pero me negué, y como no quería levantarlo de la mesa y forzarlo a llevarme en auto hasta mi casa –vivo a sólo dos cuadras de la suya– dije no hay apuro, me voy caminando sin problemas.

–No se vaya solo, maestro –me detuvo el Pantera–. Yo lo acompaño.

El más luminoso farol de todo San Pedro de los Pinos era aquella luna enorme, límpida, brillante. Circulaban pocos autos. Ningún transeúnte.

Caminando lentamente por Calle Trece, el Pantera y yo celebrábamos su genial pericia cuando se ahorcó la mula de cincos para que yo me fuera con el cuatro tres en la partida definitiva, y comentábamos riendo, como siempre, la misteriosa desaparición del monumento a Emilio Carballido en el parque al que bautizaron con el nombre del dramaturgo. El Pantera traía media estocada de cervezas y yo tres whiskys.

Al doblar hacia Avenida Dos dejamos de reír porque nos pegamos un susto. Hacia nosotros avanzaba una sombra corpulenta, el mismísimo Drácula, pensé.

–¡Hágase para acá! –exclamó el Pantera mientras me tironeaba del brazo para acercarme a la banqueta opuesta. La sombra, sin embargo, nos alcanzó.

No, no era Drácula. Era un anciano de cabello alborotado y tiritas de arrugas por todo el rostro. El viejo pantalón le quedaba guango. Se cubría con una capa española negra que me pareció absurda.

–¿Me pueden regalar un cigarrito?

Eché un paso para atrás, el Pantera se mantuvo inmóvil y extrajo la cajetilla de Marlboro. Le encendió el cigarro.

–Creyeron que iba a asaltarlos, ¿no? –sonrió el anciano–. Perdón por el susto. No era mi intención –y empezó a fumar con deleite.

Pasó un auto como un bólido sin disminuir la velocidad en la esquina.

–Me acaba de ocurrir algo maravilloso; lo más maravilloso que me ha ocurrido en la vida –dijo–. Yo vivo por aquí, ¿saben?, en la vecindad de la Avenida Tres. Parece que es la única vecindad que queda ya en todo nuestro San Pedro. La que estaba aquí –señaló hacia atrás–, la están haciendo condominio, ¿ya vieron? Nomás edificios de departamentos levantan ahora en la colonia. Tiran casas y levantan edificios. Edificios y más edificios, no sé en qué vayamos a parar.

–¿Lo asaltaron, abuelo? –preguntó el Pantera.

–No, no. Les digo que me ocurrió algo maravilloso, de veras maravilloso. Quiero contarles para que luego no piense yo mismo que lo soñé. No fue un sueño, fue la pura realidad. Porque sucede que yo vivo ahí en la vecindad en un cuartito de este tamaño, solo y mi alma. Y padezco de insomnio, ¿van a creer? Aparte de que estoy perdiendo el oído de este lado, padezco de insomnio. Y como el insomnio es la cosa más aburrida del mundo prefiero salir a caminar a la calle. Antes recorría todo San Pedro de los Pinos, desde La Morena hasta la Veintisiete, pero en estos tiempos, con eso de los asaltos y la inseguridad, me da miedo.

–Con toda razón, abuelo –dijo el Pantera.

–¿Saben qué hago entonces? ¿Qué se imaginan? Pues me voy directo al parque Pombo. Nunca hay nadie a esas horas y ahí esta la caseta de policía y un par de genízaros echando la platicada y una patrulla que se estaciona. Aunque parezca mentira, eso me da seguridad. Entonces llego y me siento en una banca, la que está entre el quiosco y la caseta, y me pongo a pensar mis pensamientos. Eso hago porque yo no tengo nada de nada: ni salud, ni sexo, ni ganas de comer, ni familia, ni dinero. Nada, nomás mis pensamientos. Exactamente eso fue lo que hice hoy, como a la una, cuando me jaló de las patas el maldito insomnio. Me levanté de la cama. Salí de la vecindad y llegué a mi banca del Pombo. Sentado durante un rato largo me puse a mirar y mirar esa luna tan maravillosa que nos tocó esta noche, ¿ya la vieron?

–Está preciosa –dijo el Pantera.

–Pues ahí estaba yo piense y piense cuando oí un ruido rarísimo porque ni coches pasaban a esas horas. ¿Y qué creen? Voltee la cara y vi las puertas de la iglesia abriéndose de repente, de par en par. Adentro: toda la iglesia iluminada, divina, brillante. Las luces de los candiles y las lámparas prendidas como si hubiera boda, y no, no había boda. Lo que había, lo que vi, fue una parvada de chamacos saliendo de la iglesia felices de la vida. Eran como diez o doce escuincles entre quince y dieciocho años cuando mucho, muy contentos, de veras, riendo, chacoteando, moviéndose para todos lados. Pensé que eran los de coro del padre José Luis o de alguna estudiantina porque traían capas como ésta, todas iguales. Pero no. No sé. Quién sabe. Ninguno andaba con guitarras, ni panderos, ni mandolinas, ni nada de lo que usan las estudiantinas. Aparecieron así, con sus capas, jugando, revoloteando con ellas y se metieron a corretear en las callecitas. Pasaron frente a mí y ni me vieron. Luego, ¿qué creen? Empezaron a cantar a coro, todos al mismo tiempo. No canciones de la iglesia, ni populares, sino canciones muy dulces pero sin letra. Más bien no eran canciones, era música pura lo que cantaban. Y entonces, en un segundo, se tomaron de la mano, hicieron una rueda y se pusieron a dar vueltas y vueltas alrededor del quiosco como si jugaran a Doña Blanca. Seguían cante y cante cuando comenzó a sentirse un aroma muy fresco por todo el parque, como de olor a flores.

–Al huele de noche –dijo el Pantera.

–Más que olor a flores me pareció que olía a perfume. Un perfume delicioso como si los chamacos trajeran de esos aspersores que usan las mujeres. Con ellos rociaron las plantas, los árboles, el aire, aunque la verdad yo no vi ningún aspersor, eso sí les digo. El caso es que dejaron de dar vueltas al quiosco y se juntaron cerca de mi banca. ¿Y qué creen? En una de ésas, todos abrieron los brazos en cruz, extendieron sus capas negras y empujándose con las piernas, como si fueran a dar un brinco, se echaron a volar.

–¡Órale! –dijo el Pantera.

–A uno de ellos se le cayó la capa cuando ya iba muy arriba.

–¡Y zambombazo que se dio!

–No, siguió volando, sin capa siguió volando con los demás. Volando volando en dirección a la luna hasta que desaparecieron de mi vista porque mis ojos ya no dieron para más.

El anciano había tirado la colilla en el pavimento y miraba al cielo. Por fin bajó la vista. Hizo un gesto al Pantera.

–¿Podría proporcionarme otro cigarrito?

El Pantera volvió a extraer su cajetilla de Marlboro y le encendió el segundo cigarro.

–¿No les parece que fue maravilloso lo que me pasó?

–Maravilloso –dijo el Pantera.

–Cuando los chamacos desaparecieron volando yo fui hasta donde se quedó tirada la capa. La levante y me la puse. Se ve de buena calidad, ¿verdad? Pura lana.

El Pantera frotó la capa del anciano con el índice y el pulgar:

–Sí, pura lana.

–Pues todo eso me emocionó muchísimo y me fui del parque Pombo para buscar a quién contárselo antes de que se me olvidara. Por suerte los encontré a ustedes. Y ya. Ya se los conté, ya me oyeron y ya me siento bien. Gracias, muchas gracias. Perdón que los haya asustado al principio pero no era mi intención. Buenas noches. Que duerman en paz.

El anciano sonrió al Pantera, me sonrió a mí. Con el cigarrillo prensado en los dedos, fumando de vez en vez, echó a andar por Avenida Dos en dirección contraria a la nuestra. Iba canturreando.

Desconcertados, sin ánimo de pronunciar palabra alguna, el Pantera y yo tardamos en reanudar nuestro camino. A punto de llegar a mi casa los dos volvimos la cabeza para ver si localizábamos al anciano. Sí. Se aproximaba a la Calle Quince, rumbo a la Diecisiete, por el centro de la acera. Antes de cruzar la bocacalle tuvimos la impresión de que se detenía.

Lo vimos encogerse. En seguida se irguió, abrió los brazos, extendió su capa enorme y se lanzó a volar por encima de las azoteas, más allá de la punta de los árboles, hacia la luna llena, enorme, brillante.

 

 

@fredalvarez