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OPINIÓN

Morena, el regreso del “viejo” PRI

El partido en el poder no es más que el PRI de la época de los años 70, incluidas sus mañas y sus prácticas populistas. | Adolfo Gómez Vives

Escrito en OPINIÓN el

Era 1989. El panista Ernesto Ruffo Appel, había ganado la gubernatura de Baja California para un partido de oposición, por primera vez en la historia. El presidente del entonces dominante Partido Revolucionario Institucional, Luis Donaldo Colosio, se opuso al reconocimiento del triunfo del panista; sin embargo, Carlos Salinas de Gortari le ordenó aceptar la derrota del PRI. Lo que para Colosio significaba el debilitamiento de su partido, para Salinas representaba el primer paso de un tortuoso camino hacia la “normalidad democrática”.

Colosio Murrieta estaba convencido de que el Revolucionario Institucional era un partido digno de ser rescatado, a pesar de su desgaste histórico y de sus niveles de desaprobación. Así lo reiteró —ya siendo candidato— en su discurso del 6 de marzo de 1994: “Aquí está el PRI con su fuerza. Aquí está el PRI con sus organizaciones; está con su militancia, está con la sensibilidad de sus mujeres y de sus hombres. Aquí está el PRI con su recia vocación política. Aquí está el PRI para alentar la participación ciudadana”.

En el PRI, la ruptura que había comenzado a gestarse con la separación de Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, Porfirio Muñoz Ledo, Rodolfo González Guevara e Ifigenia Martínez, tendría en el homicidio del sonorense el símbolo más ignominioso de lo que los seres humanos son capaces de hacer, con tal de retener el poder.

En la sombra, silenciosamente, los políticos de la “vieja guardia”, que con Luis Echeverría Álvarez a la cabeza se negaron a apoyar el giro neoliberal que se había producido a partir del gobierno de Miguel de la Madrid Hurtado, analizaban los escenarios para su retorno, aunque afirmaran que no controlaban ni a sus nietos.

Ernesto Zedillo Ponce de León —sin mayor compromiso con el Revolucionario Institucional— no tuvo empacho alguno en reconocer el triunfo de Vicente Fox Quesada, el panista que no esperaba sacarse la “rifa del tigre” y para la cual no estaba preparado.

Señalados por sus actos de corrupción y su división interna, los gobiernos emanados de Acción Nacional duraron la víspera y a su paso también destruyeron la fortaleza del que fue el primer partido de oposición en México, del que hoy no quedan sino pedazos.

Enrique Peña Nieto —heredero del grupo Atlacomulco, débilmente vinculado con la estructura de los tecnócratas neoliberales— se encargó de poner el clavo que le hacía falta al ataúd del Revolucionario Institucional. El mismo Peña Nieto reconocería después que la “marca” del PRI estaba agotada.

Para entonces, el priismo de viejo cuño había comenzado a mudar de piel; “cambiar para seguir igual” habría dicho Manuel Bartlett Díaz.

A pesar de todo, de los años ochenta a la fecha, los gobiernos priistas y panistas lograron importantes avances en la consolidación democrática del país. Desde luego que la oposición, cuyos actores se aglutinaron en el Partido de la Revolución Democrática, jugaron un importante papel de presión y resistencia. Allí está, como logro, el Instituto Nacional Electoral, que condujo el proceso por el cual resultó ganador Andrés Manuel López Obrador.

También está el reconocimiento del derecho de acceso a la información, con todo y sus debilidades estructurales. Debe también reconocerse el fortalecimiento de la división de poderes y la creación de órganos reguladores que pretendían garantizar la competencia en diversos mercados específicos.

Todos estos avances, sin embargo, jamás fueron del agrado de los políticos de la vieja guardia que, con el pretexto del neoliberalismo, han venido destruyendo desde su nuevo hábitat, llamado Morena.

Se trata de volver al control total del presupuesto y de la política en la persona del titular del Ejecutivo. Se trata de simular la rendición de cuentas y la división de poderes. Se trata del uso populista de los recursos y del uso del discurso nacionalista para beneficiar a los empresarios que manifiesten su apego al “nuevo régimen”, mientras el país regresa a los años setenta, con todo y un Ejército dispuesto a jugar un rol protagónico en el control social, como en los peores años de Díaz Ordaz y Echeverría. Lo saben los gobernadores del PRI que —gustosos— han aceptado las prebendas del nuevo “tlatoani”.