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Me van a arrancar la máscara

Reconocerse humano. No actuarlo. Saberse respetado y humano. Con derecho a las palabras

Por
Escrito en OPINIÓN el

Cada vida y cada infancia está llena de frustraciones. No podemos imaginarlo diferente, no es el sufrimiento causado por la frustración lo que daña, sino la prohibición hecha por los padres de articular y expresar ese sufrimiento

Alice Miller

Miguel Ángel quiere que narren una parte de su historia, para evitar “la desintegración de los átomos” y su “caída en el reino animal”. No quiere “comenzar a caminar a cuatro patas en la tierra de los puercos”. Cuando era niño le decían: “Te voy a cortar la lengua”. Ahora teme quedarse mudo.

A los doce años sufría aún de su dificultad para controlar sus esfínteres. No sabía qué le sucedía. A nadie se le ocurrió preguntarle qué sentía. La expresión orgánica de su sufrimiento moral era considerada como una agresión grave. Ese niño “no aprendía”. “Era un flojo”. “Era un cochino”. En la madrugada su madre irrumpía en su habitación para revisar sus sábanas. Y sí, sucedía con frecuencia que “lo atrapara en falta”. Entonces se desataban los gritos de la madre que despertaban al resto de la familia. Miguel Ángel estaba obligado a levantarse, a retirar sus sábanas y a lavarlas. Un ritual cruel acompañado por palabras humillantes. Esas frases que con frecuencia, se convierten en los mandatos de una vida y que aún ahora, escucha como en un eco: “Eres un puerco”, repetido hasta el infinito.

¿Cómo defenderse? Miguel Ángel se construyó un mecanismo: la única manera de no ser “un puerco”, era decir que otros lo son. La única manera de sobrevivir a la deshumanización, era deshumanizar.

Si él no era reconocido en su calidad de persona. ¿Cómo podía aprender a reconocer a otras/os como personas? ¿Cómo puede aprehender las emociones de las/los otras/os, quien nunca fue reconocido en las suyas? El hermano mayor ocupaba todo el espacio. “El inteligente”, “el guapo”, “el preferido”. El que se parece a la madre. El padre trabaja mucho y no está presente. La madre no soporta a ese hijo cuya llegada “se le impuso”. Ese que intentaba llamar la atención de todas las maneras posibles. El que padecía cantidad de problemas de piel. Ese pobre niño cuyo cuerpo gritaba sin que nadie lo escuchara. Ese niño desollado. Miguel Ángel comenzó a fantasear: tenía poderes. Un día sería mayor y grandioso y entonces todos se arrepentirían de haberlo ignorado. Ese día la madre, por fin, caería rendida a sus pies. El momento de la gran venganza llegaría. Mientras tanto, el niño desamparado sabía cómo llamar su atención en las noches. Mejor furia que nada. Mejor desprecio, que nada.

Desde un rincón miraba, dolido y envidioso, el lugar que se ofrecía a sus hermanos. Ese que a él le negaban. Fue por esa época que comenzó a sustraer pequeños objetos cuando visitaba la casa de sus amigos. Una tarde decidió tomar unos soldaditos de plástico de la habitación de su primo. Su madre fue informada: cuando los visitaba había objetos que desaparecían. La madre revisó los bolsillos de Miguel Ángel y encontró los soldaditos. No preguntó nada. Quizá podría haber dicho: ¿Cómo te sientes? ¿Por qué tomas lo que no es tuyo? ¿Por qué te pareció que era tuyo? No, nada. ¿Qué colocaba Miguel Ángel en esos objetos? ¿De qué deseaba apropiarse realmente? Desde lo que él imaginaba: ¿qué tenía ese otro niño y él no, que lo llevaba a desear despojarlo? Era una vida cotidiana en la que ningún significante parecía significar nada que remitiera a las emociones. Era un mundo de “buenos” y de “malos”, y él era “malo”. La madre lo llevó arrastrado del brazo a la cocina y convocó a sus hermanos. Encendió la hornilla. Acercaba la mano del niño al fuego y le decía: “A los ladrones se les queman las manos. Eres un ladrón, te voy a quemar las manos”.

Esta escena tremenda, marcó su vida. Miguel Ángel se convirtió en un estafador, en más de un sentido. Aprendió a mentir, a distorsionar, a usar a los demás. Aprendió a “sobrevivir”, a costa de otros. Se fue creando lo que Winnicott llamó: La personalidad as if (“como si”), una personalidad basada en la imitación. ¿Cómo se comportan las personas “felices”? A imitarlas. ¿Cuáles son los gestos del amor? A imitarlos. ¿Cómo se comportan los honestos? A imitarlos. ¿Qué hizo con las emociones de aquel niño violentado? ¿Qué hizo con ese niño? Quiso exterminarlo. Pensó que lo había logrado. Sólo sus “daños” en la piel le recordaban de vez en cuando esos daños interiores, pero lo olvidaba. Cuando lo conocí me dijo:

Escribe de mí

Le pregunté por qué. Me respondió:

Porque me estoy desintegrando

Antes me había mandado un video en el que se grabó hablando largamente. Como quien conversa con grandes gestos ante un espejo. Más allá del tema, la escena era un llamado desesperado, furioso  –anquilosado en su manera de expresarse, tardío– dirigido al padre.

Hay en Miguel Ángel una división interior de dimensiones particularmente dolorosas. “Soy dos”.

Todos de alguna manera lo somos. ¿Cuándo este corte interior se convierte en un abismo? Miguel Ángel no sentía que tenía que pedir ayuda, porque no experimentaba dolor alguno. De alguna manera se fue dando cuenta que no experimentaba cantidad de emociones. Odio, sí. Furia, sí. Humillación. “La envida me pudre, me tengo que lavar. Me pudre”.

Se desgastaba muchísimo en parecer apasionado para tapar –aún ante sí mismo– ese hueco: el vacío devorante de quien no siente nada. Se desgastaba porque estaba obligado a responder a esos dobles mandatos tan imposibles de cumplir al mismo tiempo: El estafador honrado. El amoroso sádico. El buen padre, para quien en realidad sus hijos no significan demasiado. Se había ya inventado un mundo en donde casi todos, menos él: “Eran unos puercos”. Y cada vez menos, pero funcionaba. Hasta que en una circunstancia usó a su hijo. Usó a su hijo como a una piecita en un tablero, porque en ese momento le era útil. Lo expuso. Pasado un tiempo, salía de su casa y se miró en el espejo retrovisor. “¿Justo en el retrovisor?” “Sí.”

Y tuvo una “venturosa” –en el contexto– alucinación. Vio al niño que fue. Lo vio frotándose la cara con mucho enojo. Casi como si quisiera arrancarse la piel.

Recordó lo que ese niño se odiaba. Recordó que cuando no se sometía, le decían: “Crié un cuervo”. “Eres como un perro rabioso”. Lo asaltó una idea extraña: que en cualquier momento podía quedarse mudo. Ataque de pánico: la piel de su rostro se caería en pedazos. Comenzó a vivir su piel como una máscara que se corrompía, o que alguien podía arrancarle mientras caminaba por la calle.

¿Qué sucedió después de lo que hizo con su hijo? ¿Fue en esa mirada de su hijo traicionado –fingiendo que le creía– donde la negación encontró su límite? No lo sabe aún. Mudo. ¿Quizá como en la infancia? Mudo como cuando hubiera deseado tanto hablar y no había nadie para escucharlo. Mudo, ¿como cuando una persona habla y no para de hablar sin la menor posibilidad de nombrar lo que le está pasando?

Hay una casa con un jardín lleno de plantas. Miguel Ángel está allí. Descansando y protegido “para que no le arranquen su rostro”. “Nadie puede arrancarte tu rostro. Es tuyo”. “¿Cuál?” “¿Cómo?”

“Es la máscara, no es mi rostro, es la máscara”.

No hay espejos en la casa. Pidió que los retiraran.

“He estado hablando con él.” “¿Con quién, Miguel Ángel?” “Con ese niño del retrovisor.” “¿Y qué te dice?” “Idioteces.” “¿Tú crees?” “Es un idiota que habla idioteces.” “¿Pero lo escuchas?” “Ladra. Ladra. Sólo lo voy a escuchar si alguien escribe de nosotros.” “¿Y qué desearías que escribieran de ustedes?” “Que no somos animales, que no somos unos puercos, ni unos perros. Los animales no hablan. ¿Ya me entendiste? No hablan.” “Creo que sí te entendí un poco, Miguel Ángel. Me estás diciendo que el niño no ladra, él habla. Ni ladra, ni se queda mudo. Él habla”. La luz de la tarde es muy bonita. “A las mujeres les digo: zorras”. “Ah”. “Puercos y zorras”. “Ah, qué barbaridad, el mundo es un inmenso zoológico. “Llama al niño, Miguel Ángel, ¿tú crees que hoy anda por allí?”. Mira hacia todos la   dos. Revisa debajo de su sillón. “Para ti, no va a estar”. “Bueno. ¿Y para ti?” “Lo voy a pensar”. Reconocerse humano. No actuarlo. Saberse respetado y humano. Con derecho a las palabras.

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