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Mancera y el atlas perdido

Hoy amanecimos cumpliendo un mes de la tragedia del 19 de septiembre. Los deudos viven el infierno de sus ausencias y los damnificados enfrentan la pesadilla

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Escrito en OPINIÓN el

Hoy amanecimos cumpliendo un mes de la tragedia del 19 de septiembre. Mientras los deudos viven todavía el infierno de sus ausencias y los damnificados enfrentan una realidad de pesadilla, la ciudad trata de volver a la normalidad cotidiana. Pero no es fácil, la experiencia que vivimos sigue latente y el tema es recurrente en todas las conversaciones. La gente quiere contar sus historias y pide que le cuenten otras. En fin, pasan los días y se siguen acumulando las preguntas necesarias: ¿Por qué se derrumbaron edificios que tenían pocos años de haber sido construidos, supuestamente bajo el estricto reglamento posterior a 1985? ¿Por qué permitieron la instalación de helipuertos y anuncios espectaculares en azoteas prohibidas? ¿Por qué se construyeron, a la vista y con la anuencia de todas las autoridades responsables, unos pisos de más que acabaron por ocasionar la terrible tragedia de la escuela de los pequeños? ¿Por qué todavía no tenemos un plan integral de acción en caso de desastres?

Como siempre, a posteriori todo mundo parece tener muy claras las respuestas, pero no es tan simple. Claro que hay razones en las que todos estamos de acuerdo: el cáncer de la corrupción cobró una factura muy alta en todos aquellos casos en los que es evidente que no se respetaron las normas de construcción y se otorgaron permisos aviesos. Pero hay otros casos en los que las consecuencias son el resultado de una larga acumulación de errores y omisiones, como cuando la necedad de aferrarse a una cierta manera de hacer las políticas públicas significa lanzarlas al vacío porque no habrá manera de cumplir con los objetivos planteados. Es sin duda lo que estamos observando con relación a los análisis de riesgos.

 Es cierto que permea una confusión generalizada sobre el concepto de riesgo. He notado que, independientemente del contexto, la gente suele interpretar erróneamente un riesgo como la ocurrencia de un evento. Cuando el tema es ponderar, por ejemplo, si se va o no a un lugar que es muy peligroso lo más común es escuchar “pues yo he ido varias veces y nunca me ha pasado nada”, lo cual es obvio porque si le hubiera pasado no lo estaría contando. La lógica en esos casos es: si han ido y no les ha pasado nada, pues no hay riesgo qué temer; o bien en el caso que nos ocupa, si les han tocado varios sismos en el mismo edificio y este no se ha derrumbado, se concluye que es seguro y no se caerá. Bueno, las cosas no son tan simples como parecen.Una manera sencilla de visualizar el riesgo es verlo como la cantidad de daño que puede generar la ocurrencia de un evento, lo cual incluye aspectos como pérdida de vidas humanas y deterioro o destrucción de activos físicos. El punto es que esa cantidad de daño depende de varios grupos de factores que son impredecibles o difíciles de calcular y que son, básicamente, la probabilidad de ocurrencia del evento específico (esto es, cuándo va a temblar y con qué intensidad; en dónde estará el epicentro) y qué tan vulnerable es el sitio o el inmueble en cuestión (distancias al epicentro e hipocentro, tipo de suelo, características estructurales, condiciones antropogénicas o naturales del entorno, etc.). 

De los factores anteriores, solo algunos de los que contribuyen a definir la vulnerabilidad dependen de lo que hagamos, o no, y por lo tanto son los que debemos trabajar para reducir el riesgo sísmico. La lógica es simple: dado que vivimos en zona sísmica, lo cual significa que seguiremos expuestos por tiempo indefinido a la ocurrencia periódica de temblores de diferentes tipos e intensidades, lo único que podemos hacer para mitigar los daños ocasionados por los sismos es trabajar en acciones que reduzcan la vulnerabilidad de nuestros centros de población.

Pero para reducir la vulnerabilidad requerimos mantener la investigación científica en estos temas y, muy importante, asegurarnos de que los conocimientos generados por esa investigación se transfieran oportunamente a la elaboración de normas técnicas y en consecuencia a la práctica profesional. Y es allí en donde tenemos un problema.

Si bien es cierto que la investigación sismológica en México tiene reconocimiento internacional, la aplicación de los conocimientos científicos a la práctica profesional deja mucho que desear. Se han hecho algunos avances en la actualización de temas de diseño estructural, pero no se ha hecho nada en los temas fundamentales de la supervisión oportuna de las construcciones y en la planeación y el diseño urbanos. De nuevo, la responsabilidad última recae en las cuestionadas autoridades de carteras como obras públicas, desarrollo urbano y protección civil.

Me voy a referir por el momento solo a una de las herramientas necesarias para avanzar en estos aspectos, el ahora tristemente célebre atlas de riesgos de la CDMX. Comentaba en mi aportación anterior, aquí en Opinión de La silla rota, que había leído un artículo en el que se daba cuenta de los infructuosos esfuerzos de varios ciudadanos para obtener por las vías legales una copia de dicho documento y que, curiosamente, hace algunos años intenté hacer lo propio obteniendo la misma respuesta del responsable de entonces de protección civil: “…no lo podemos divulgar porque se cae el mercado inmobiliario.”

Insisto una vez más que la respuesta me parece sintomática. Esta indica claramente que Fausto Lugo, el responsable actual de protección civil en la CDMX, mantiene esta visión pueril de muchos servidores públicos que les hace creer no sólo que la mejor manera de incrementar su poder es ocultando la información de la que disponen, sino que liberarla haría que la sociedad haga mal uso de ella. Un juego infantil en el que el servidor público cree que es el adulto maduro y la sociedad un grupo de niños inmaduros.

Hace unos días, cediendo a la presión social y con el claro propósito de cubrir las apariencias, el gobierno de la ciudad subió a internet una versión pública de su “atlas de riesgos”, un mapa de la ciudad con una serie de capas sencillas que tienen información muy básica y que se conoce desde hace años. A pesar de lo que digan Mancera y Lugo, no se trata de un atlas de riesgos. Es casi una burla publicar un mapa con tan poca información, sin análisis y sin recomendaciones de ningún tipo.

En los hechos, lo que queda claro es que su prioridad fue proteger ingenuamente el patrimonio de los dueños de los inmuebles que enfrentan riesgos altos, dejando en un segundo plano la responsabilidad jurídica y moral de proteger y salvaguardar las vidas de la población. El costo de la negligencia ha sido muy alto, pues si un verdadero atlas de riesgos se hubiera usado para actualizar oportunamente diversas normas técnicas, quizá se hubieran podido salvar algunas vidas humanas el 19 de septiembre.

En el anuncio que hace el gobierno de la CDMX a propósito de la publicación del atlas, se dice que “…cuya información actualizada servirá para incrementar la capacidad de resiliencia de la capital del país ante fenómenos naturales, ya que servirá para la toma de decisiones en las nuevas edificaciones”. Pero la verdad es que, aunque el gobierno local se ha tratado de montar en la nueva moda de hablar de resiliencia, sigue sin entender cómo abordar el concepto. Además, en su mensaje habla de la toma de decisiones en las nuevas edificaciones, cuando también hay mucho qué hacer con las miles de edificaciones ya construidas y que son altamente vulnerables.

El atlas de Mancera sigue perdido en un mar de visiones estrechas y parciales sobre el funcionamiento de la gran Ciudad de México. Se perdió la oportunidad de haber sido útil el 19 de septiembre, ojalá y no enfrentemos el siguiente desastre natural en las mismas condiciones y repitiendo los mismos lamentos.

@lmf_Aequum | @OpinionLSR | @lasillarota