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Lucy la Australopitecus visita al dentista

¿Por qué acudir a un dentista causa un miedo tan particular? Tal vez porque tendemos a relacionar la boca, los labios, el paladar, con el amor. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

Con el corazón encogido, -¿quizá sería más coherente escribir: con el corazón en la boca?– la personaja toma el Metrobús rumbo al dentista. Estación Churubusco. El doctor le dijo que será una cirugía en tres tiempos. Grabó su música preferida para escucharla -en volúmenes estentóreos- una vez que “aquello” comience. Música sobre todo de los 80. ¿Es realmente su música preferida o en estas circunstancias (punzocortantes) se eligen los acordes de las nostalgias? Seguridades y pasiones antiguas. Una mezcla como en botica. Tantito más y graba: “La muñeca fea” de Cri Cri, se identificaba muchísimo de niña. La pobrecita muñeca dudaba del amor de todos, como cualquier persona “normalmente constituida” cuando va al dentista. Pero el ratoncito la quiere, es un hecho.

Mira a través de la ventana, por la avenida desfilan abundantes signos del llamado “progreso”. Se repite el mantra indispensable: “la anestesia existe”. “Los analgésicos existen”. Es muy probable que no haya dolores intensos, prolongados. De veras que no es para tanto. Pero se siente Lucy la Australopitecus. El miedo al dentista es una reacción generalizada, aún en circunstancias tan inocuas como una limpieza de dientes. Justo la cita que a todas/os nos da por posponer. Los ruidos de los aparatos eléctricos no ayudan, ni esa bandeja con ganchitos acomodados en hilera que mandan sus señales: se está al borde de un ritual poco bondadoso.

El dentista se aproxima. Abres la boca. Una tiene la sensación de que los hechos suceden demasiado cerca. ¿Demasiado cerca de qué? ¿de los ojos? ¿de las orejas? ¿del cerebro? Sí. Tienes un foco encendido a muy poca distancia de tu cara. En estas circunstancias “quirúrgicas”, el sillón en el que la impaciente está pertrechada, comienza a reclinarse hasta convertirse en una camita incómoda. Una especie de camastro con un foco encendido enfrente. Esta frase me encanta: “todos somos culpables en busca del delito”. Reviso mis culpas, las habituales, las que una se sabe de memoria. Esa especie de “culpabilidades” que quizá terminan por ser una coartada para no mirar más allá, o más acá.

La racionalidad del rosario aprendido de memoria se detiene. Lucy la Australopitecus comienza a sentir una tristeza profunda. Un desamparo. Hace gestos. El doctor Monteagudo extrae su espejito y su ganchito-canalla de su boca para darle acceso a la palabra. “Me siento en un diván”. El doctor responde que no es la primera vez que se lo dicen. Me imagino que no. Más el foquito como de la PGR. Mi psicoanalista Néstor Braunstein nunca llegó a tanto. Y eso que es un hombre desalmado. Regresa a los avatares de la “cavidad bucal”. Más desamparo. No duele, no, pero el señor Monteagudo pareciera entregarse a una batalla feroz en los territorios de una muela. Ya para entonces me picó el paladar y las encías con agujitas. Ya para entonces las causas del pánico van emergiendo en mi consciencia temblorosa.

¿Por qué acudir a un dentista causa un miedo tan particular? Tal vez porque tendemos a relacionar la boca, los labios, el paladar, con el amor y con sensaciones placenteras. Y si, la oralidad es el comienzo del aprendizaje del amor, nos remite al principio de los tiempos. Quizá es por eso que una inyección en el paladar se vive de una manera tan invasiva. Los metales fríos controlados por otros, dando vueltitas en nuestra boca. Los gestos –no hay otra manera, por momentos- bruscos. Cuando el forcejeo termina (y vaya que sucedió en lo que podríamos llamar: las más amables circunstancias), Lucy la Australopitecus se siente en urgencia de amor y resarcimiento: ¿un pastel de trufa de chocolate para resarcir un paladar atravesado por una aguja? ¿un caramelo? Liliana tiene los ojos como cachitos de cielo, también es dentista en el mismo consultorio, pero, además: prepara el café con crema más delicioso que Lucy la Australopitecus ha probado hasta ahora. Curioso, Lucy-yo casi podría hacerme bolita en ese sofá.

Me tomo mi cafecito con crema. Es necesario, dada la anestesia, que la taza se encuentre con los labios. En ese acto simbólico recupero mi paladar, mis labios, mis dientes, mi lengua. Pienso en las boquitas de mis hijos recién nacidos. La succión amorosa. Me quedo allí mientras el mundo se ordena tantito. Qué maravilla que los analgésicos existen, qué maravilla cuando podemos acceder a ellos. Regreso caminando por avenida Insurgentes, pasó por una farmacia y siento este extravagante deseo, lo siento con una gran intensidad: ¿y si entrara y me comprara un chupón?

Perseguir la noche

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