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Los pequeños tamemes

Alba fue desde niña la tameme de dolores inimaginables de los otros. Ella, más que los demás. Ese trauma familiar, colectivo… le hincó el diente. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

“Donde el lenguaje se detiene, lo que sigue hablando es la conducta”,-F. Dolto.

Esa niña, ese niño a quien le tocará cargar lo que no le corresponde: un “secreto” familiar, un duelo intenso y no vivido, la obligación de mantener a sus padres “unidos”, un deseo “prohibido” del padre o de la madre. Cargar con eso que sabe, que le ha sido transmitido de muchas maneras, pero sobre lo que tiene muy claro que no se permiten las palabras. Lo sabe, pero no debe saberlo. Lo sabe, pero nadie debe saber que lo sabe. Una negación. Un ocultamiento. Una forma de amor y lealtad hacia los adultos que –sienten que para sobrevivir- necesitan ese silencio.

Berenice no lograba recordar a qué edad murió su hermanito Alberto. Tampoco podría decir cuál había sido su enfermedad. Cuando su hermanito murió su padre dio la orden de regalar todo lo que tuviera que ver con el hijo menor, recoger inmediatamente la casa y no volver a pronunciar su nombre. En una semana la mudanza estaba hecha. El único objeto que se conservó del niño fue una foto que escondió Andrea, la madre del niño y que apareció en una cajita de madera (cerrada con doble llave) una vez que ella murió.

Berenice nunca les habló a sus hijos de Alberto, nunca dijo que alguna vez existió un cuarto hermano. Eran ellos tres, los tíos que los niños conocían. Y punto. Nadie jamás hizo una relación (no en voz alta) entre las continuas enfermedades de Andrea y la pérdida del tercero de sus hijos. Ese hijo cuyo duelo no le permitieron vivir. Los hijos de Berenice se llaman: Efraín, Julia, Alba y Albano. Alba ocupaba el tercer lugar en la familia, el mismo que el hermanito muerto de su madre.

En la adolescencia, Alba comenzó a padecer alucinaciones. Fue tras el brote de su hermana que Julia por primera vez escuchó a su madre hablar de la pérdida de Alberto. Pensó en ese homenaje que su madre le había hecho a su hermanito fallecido (sin darse cuenta, según dijo) al nombrar a dos de sus hijos: Alba y Albano. En una ocasión durante un delirio, Alba comenzó a repetir con mucha desesperación una frase: “el muerto al pozo y el vivo al gozo”. Fue hasta ese momento que Julia, hija de Berenice y nieta de Andrea (madre del niño muerto) se dio cuenta que no sólo nadie (sus abuelos ya habían muerto) sabía de qué enfermedad murió el niño, sino que tampoco nadie sabía en dónde estaba enterrado.

¿Por qué la muerte de Alberto se convirtió en un secreto familiar? ¿por qué se convirtió en un duelo que no pudo vivirse? Ese innombrable que sólo surgió ante la enfermedad emocional de la nieta guardadora de un secreto con el que ya no pudo más, y que ella ni siquiera sabía que sabía. “Lo que es realmente traumático no es lo que sucede en la realidad (los sufrimientos reales), sino la manera en la que lo vivimos, la manera en la que lo elaboramos y en la que el otro nos lo regresa… en particular la manera en la que podemos contárnoslo a nosotros mismos y a otro que sea capaz de escuchar y de ayudarnos a nombrarlo…” Anne Ancelin.

¿Por qué fue en las emociones y en la piel de Alba que estalló el secreto? ¿quién, sin saberlo, la eligió? Se ha dicho que Alberto murió de tifoidea, o de neumonía, o de una enfermedad misteriosa que no se conocía en la época. Alba, en muchas ocasiones ha caído en crisis de pánico con esa repetición de: “el muerto y el pozo”. Julia tiene horror de los pozos, las alturas, las alcantarillas en las banquetas. Quizá nunca sabremos. “Pozo” puede ser una metáfora de contenidos diversos y que no necesariamente se refieren a el objeto de la realidad. Las herencias conscientes e inconscientes.

Según Anne Ancelin: “Quisiera recordarles las importantes investigaciones acerca de los secretos de familia realizadas por Nicolás Abraham, Marie Torok y sus alumnos, quienes mostraron, en el caso de ‘la vergüenza social’, que la primera generación se calla; esta generación se preocupa sobre todo de ‘protege’ a la familia y a los niños demasiado pequeños para enfrentar ‘la vergüenza’. En lo que concierne a la segunda generación lo no dicho se convierte en una tumba, una cripta en el corazón, un ‘fantasma’ que se manifiesta en distintos males y enfermedades”.

Provocó una ruptura (el comienzo de evitarse entre familiares, sin hablarlo, claro, hay familias en donde casi nada es “decible”) la pregunta: “Pero, ¿dónde está enterrado el niñito Alberto muerto en los años 30?” Julia deseó llevarle unas flores a ese hermanito muerto de la madre. Llevarle unas flores a esa infancia de su madre en la que la desgracia los devoró, sin que nadie llegara –con sus palabras, con su ternura- a defenderlos a ellos, los niños. A apoyarlos con su dolor, a explicarles que era legítimo sentir ese dolor. Y Andrea vivió y murió sin jamás, al parecer, volver a mencionar el nombre de su hijo.

Alba con frecuencia habla con personas que no existen. A veces son bondadosas y a veces aterradoras, esas personas que imagina. ¿Alberto se cayó en un pozo? ¿se ahogó en el mar y no regresó nunca su cuerpo? ¿qué es lo que su muerte tuvo de tan inaceptable, de tan indecible? Alba fue desde niña la tameme de dolores inimaginables de los otros. Ella, más que los demás. La mentira. El ocultamiento. Ese trauma familiar, colectivo… le hincó el diente. A ella, más que a los demás.

Aproximaciones al trauma

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