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Los ojos hipnóticos de Nahui Olin

La pintora. La poeta. La que no paró de pintarse a sí misma, a ella y a sus amores, con esa feroz ingenuidad. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

Esa mujer de los inmensos ojos hipnóticos. La pintora. La poeta. La que no paró de pintarse a sí misma, a ella y a sus amores, con esa feroz ingenuidad. La que amaba a los gatos a los que capturó en sus lienzos y alimentó en su casa y en La Alameda. La que jovencísima ya se describía como "un volcán de pasiones" y "la vestal más fiel en mi templo sagrado del amor". El rostro melancólico que Diego Rivera pintó en el mural La creación en el Anfiteatro Simón Bolívar del Antiguo Colegio de San Ildefonso. La musa. La sensualidad de las fotos que Weston tomó de ella desnuda. La melancolía -de nuevo- en ese rostro suyo que pareciera emerger de tantas tormentas interiores, en ese retrato tomado también por Weston. "Soy y no soy dichosa ¿Por qué? No soy feliz porque la vida no fue hecha para mí, porque soy una llama que se devora a sí misma y nada puede extinguirla", era una niña y ya lo sabía.

El Museo Nacional de Arte retira de sus muros la exposición Nahui Olin. La mirada infinita. Pero Nahui se queda. La fascinación que despierta permanece. Le pertenecen la Ciudad de México de los años veintes y sus rincones. Nació en 1983, Carmen Mondragón, hija de Mercedes Valseca y del general Manuel Mondragón. Durante su infancia se educó en París. Dicen que su padre la amó mucho y que ella lo amó mucho y quizá esta primera pasión marcó esa manera tan suya de amar: la demanda absoluta. "Bomba fulminante de cien mil megatones", "luz de cien faroles en noche de ronda", como le llama Elena Poniatowska en su prólogo al libro Nahui Olin. La mujer del sol de la investigadora, periodista y escritora Adriana Malvido, editado por primera vez en 1993 y reeditado este año por Editorial Circe.

"Era en los años veinte la mujer más bella de la Ciudad de México. Y ahí murió, en la miseria, caminando por San Juan de Letrán y vendiendo las fotografías de sus desnudos de juventud a cualquier precio para comer y alimentar a sus gatos", escribe Adriana. La llama "la antiheroína". Nahui, la disruptiva. La que no soportó negociar su espacio. La que no quiso, no pudo pertenecer. Después de ocho años en París con sus padres regresó a México y se enamoró del cadete Manuel Rodríguez Lozano con quien se casó en 1913. Vivió con él en París y en España. En 1921 -ya en México- entiende y acepta que el deseo del pintor -su esposo- no le está dirigido. Conoce en una exposición de pintura al Dr. Atl.

Pintar. Escribir. Encontrarse en los pinceles. En los lienzos. Entre las sábanas. Fue él quien la nombró Nahui Olin. Y ella se dejó nombrar. Atl le escribió cartas de una enorme pasión -imantado, sí. ¿Atemorizado? Quizá también- "Fulgor vertiginoso/ Radiación destructora de la muerte/ Ansia luminosa de mayor esplendor/ Desesperación de mayor vida..." Nahui pintaba. Se pintaba. Se atrapaba y se escapaba de sí misma. Los celos estallaron. Todo estallaba. Se separó del Dr. Atl. Amó al capitán de navío Eugenio Agacino. Y fue La Habana. Nueva York. Y esas pinturas maravillosas en las que parecieran flotar juntos. Sensuales. Mágicas. Agacino murió. Nahui se quedó sola. Muy sola. En una entrevista con Alberto Tavira, Adriana Malvido nos cuenta como Nahui pintó a Agacino en una sábana: "y se tapaba con él todas las noches". Comenzó a acariciar los bordes del extravío. A pedirle al sol que "parara la destrucción del mundo".

En su prólogo Elena nos narra que el marido de Adriana la miraba caminar, respirar, andar por el mundo en un estado de tal fascinación por Nahui Olin, que acuñó la expresión: "estar ennahuizada". Nos ennahuizamos ante su pintura. Ante sus fotos. Ante su vida. Ante su soledad infinita vagando por las calles, su tristeza tomando las plazas. Esa demanda suya de absoluto. Su última exposición tuvo lugar en 1945 en Bellas Artes. Vivió muchísimos años más. Hasta los 85. Malvido cuenta que al final de su vida le dijo a su sobrina: "¿sabes qué? Yo no me voy a morir".

Comparto algunas páginas de Nahui Olin. La mujer del sol de Adriana Malvido, y El deseo infinito de ser, un texto de Adriana Malvido.

Sueños y pesadillas cuando dormimos

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