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López Obrador y la sociedad civil imaginada

López Obrador se ha referido en múltiples ocasiones y con términos despectivos a lo que en el imaginario social se entiende como sociedad civil. | Edgar Guerra*

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Escrito en OPINIÓN el

“Los de las organizaciones de la sociedad civil pues no sé qué estén pensando, porque ya basta también de la simulación, de estar nada más haciendo análisis de la realidad sin transformarla” espetó el presidente Andrés Manuel López Obrador a los críticos de su propuesta sobre la Guardia Nacional, hace unos días en su tradicional conferencia de prensa “la mañanera”.

Más allá de la coyuntura de la discusión sobre la estrategia de seguridad pública, esa reciente declaración nos muestra de forma nítida el estado crítico y enrarecido en que se encuentran el diálogo entre el presidente López Obrador y la sociedad civil. Ese episodio representa, además, otro eslabón en la larga cadena de desencuentros y reproches que, por mucho, el mandatario mexicano ha dirigido a la sociedad organizada.

En efecto, al menos desde principios de la campaña electoral de 2018, López Obrador se ha referido en múltiples ocasiones y con términos despectivos a lo que en el imaginario social se entiende como sociedad civil. Más allá de sus desafortunadas declaraciones, las palabras de AMLO deben discutirse por los efectos que producen: polarizan, abonan a la discordia y dividen a México, arbitraria y lastimosamente, entre pueblo y sociedad civil, entre chairos y fifís, entre buenos y malos.

Sin embargo, esto es así porque sus palabras se construyen sobre una falacia, sobre una idea romántica de sociedad civil. Vamos, sobre una sociedad civil imaginaria, e imaginada, por la sociedad civil misma. Me explico.

A lo largo de nuestra historia reciente, la sociedad civil se ha pensado así misma como si habitara fuera de la polis. Si uno revisa discursos, columnas de opinión, textos académicos, la semántica del concepto contiene una fuerte carga normativa que apela a su autonomía frente al poder, frente al Estado y frente a la política. La sociedad civil se describe a sí misma desde fuera de la sociedad política precisamente para arrogarse la legitimidad de vigilar, fiscalizar, criticar al poder y a sus excesos. De esta forma, su doble función de representar a la sociedad y cuestionar al poder, se ha legitimado e idealizado al presentarse como ajena a ese poder.

De ahí que todavía muchos ciudadanos se indignen cuando los representantes de la sociedad civil compiten por puestos de elección popular. De ahí que todavía muchos integrantes de la sociedad civil sientan la obligación ética de justificar su incorporación a los puestos públicos y presenten esta decisión, ante la opinión pública, como una manera de “reformar al sistema desde dentro”. No por casualidad, muchos de los integrantes de la llamada sociedad civil aun hoy se describen así mismos como vigilantes y críticos de los gobernantes.

Pero aquí hay una confusión conceptual. La sociedad civil es sociedad política. Es parte de la polis. En otras palabras: la sociedad civil es tan política como la política misma.

La sociedad civil contribuye a la definición, discusión y resolución de los problemas públicos. Desde una organización social, desde los medios de comunicación y desde la academia, la sociedad civil participa en la articulación de lo social, participa en la discusión colectiva de los problemas torales y estudia los problemas comunes fundamentales para la toma de decisiones. Pero —y esto es fundamental—, al cumplir todas estas tareas, la sociedad civil y sus representantes defienden intereses (por muy generales que sean), comulgan con ciertos valores (por muy opuestos que sean) y parten de una posición en el mundo.

Sin duda, las organizaciones y colectivos, los medios de comunicación y la academia han contribuido a esta imagen apolítica de la sociedad civil. Sin embargo, la pregunta clave es ¿por qué se ha diseminado tan exitosamente esta imagen romantizada de la sociedad civil organizada?

Por un lado, porque esa idea parte de una visión estrecha, institucionalista de la política. Una visión que reduce la polis a los mecanismos de representación y a las instituciones de toma de decisiones. Por otro lado, porque esta ficción —la idea de sociedad civil como apolítica—, se ha convertido en un dispositivo discursivo necesario para la política: para la toma de decisiones colectivas vinculantes. Esto es así porque muchas de las decisiones políticas eventualmente pasan por la discusión e incluso aprobación de un aval moral: la sociedad civil. De tal suerte, la sociedad civil se vuelve funcional al poder.

Pero la política va más allá de la competencia electoral, de la toma de decisiones, la grilla partidista y el torbellino mediático.

Por ello, es necesario una mirada más amplia para abordar el tema de la sociedad civil y la política. Una mirada que parta del concepto de lo político.

Lo político —concepto caro a la perspectiva agonista en teoría política— representa una alternativa más amplia para entender al poder, a lo público, a la vida en la polis y a sus actores.

Lo político es esa esfera en común que comparten los diferentes. Es ese mundo en que se enfrentan intereses, pero también valores y posiciones. Es ese espacio —necesariamente en conflicto— dada la libertad y pluralidad que caracteriza a lo humano. Es ahí donde se construye la identidad, a partir de la diferencia. Donde, en última instancia, surge el amigo frente al enemigo o, en el lenguaje del agonismo político, el adversario.

Y es ahí donde se construye eso que llamamos sociedad civil. Lo hace, las más de las veces, desde fuera de las instituciones políticas tradicionales, pero no por ello deja de ser menos política. No por ello no toma parte del conflicto político entre adversarios. Es parte de ese antagonismo entre diferentes que brota de la pluralidad de lo humano.

Al igual que un político tradicional, la sociedad civil defiende intereses, comulga con ciertos valores y observa y opina sobre lo público desde una posición en el mundo. Contribuye a la definición de los problemas relevantes y contribuye (no tanto como quisiéramos, es cierto) a la toma de decisiones.

Si bien es cierto —y esto es fundamental— que la sociedad civil no cuenta con el monopolio legítimo del uso de la fuerza, sí cuenta con otro medio del poder, no menos importante: la influencia.

Pensar la sociedad civil como ajena a la política y, peor aun, fuera de lo político es un error y una ficción que tienen consecuencias: el temor y el exceso de confianza.

Es un error porque impide introducir en la polis, y con total libertad, la riqueza y la pluralidad de los valores, intereses y posiciones del mundo que muestran todos los actores de la llamada sociedad civil. De ahí que no se le reconozca como actor político legítimo, sino que se le piense como un sector social capturado por intereses oscuros, tal como lo hace el presidente López Obrador.

Pensar la sociedad civil como ajena a la política es una ficción que ha permitido a la sociedad civil mostrarse como imparcial y posicionarse con calidad moral. Pero tal ficción, puede traducirse en un exceso de confianza en esa sociedad civil y ahí sí, prestarse a juegos no tan claros.

Por tanto, bien haría la sociedad civil en despojarse de sus ropajes y asumirse como lo que es: actores políticos legítimos.

* Edgar Guerra, es Doctor en Sociología por la Universidad de Bielefeld, Alemania (Suma Cum Laude) y Maestro en Sociología Política por el Instituto Mora (Mención Honorífica). Estudió sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), Campus Azcapotzalco (Diploma a la Investigación). Está adscrito como Profesor-Investigador al Programa de Política de Drogas del CIDE en su sede Región Centro.

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