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Lo que Netflix se llevó

Con esa revolución netflixiana, vino el exterminio no solo de sus competidores en la renta de películas, sino también de la posibilidad de comprar físicamente

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Escrito en OPINIÓN el

Cómo extraño deambular por la sección de películas y series de las tiendas departamentales, librerías, tiendas de discos y supermercados. Era de esos pasatiempos perfectos para dedicarle quince minutos antes de un compromiso o hasta una hora cuando no había nada mejor que hacer.

Qué decir de las idas en fin de semana a rentar la cartelera en lugares como Videocentro o Blockbuster. Quizá yo las recuerde con mi tan característica nostalgia, ya que mezclan mi amor por el cine y el hecho de que estuvieron presentes durante muchos momentos de mi vida.

Primero, de niño, cuando mis padres se divorciaron y mi hermano y yo pasábamos los fines de semana con mi papá. Recuerdo las visitas a Blockbuster los viernes a escoger la cartelera. La selección mezclaba películas escogidas democráticamente por mi hermano y por mí como Hook o The Mighty Ducks y películas impuestas por mi papá como Cinema Paradiso o Su Excelencia (aquí le agradezco públicamente su despotismo). Desde luego que en la misma vuelta acompañábamos la selección de la cartelera con la compra de nutritivos víveres como los famosos “patos a la orange” (Gansitos y Fantas) y unas mini hamburguesas congeladas que extrañamente nos sabían a gloria. 

Años después, durante la preparatoria, recuerdo que cada dos o tres semanas seguía mi ritual de reclusión social y cine. Rentaba películas con ánimos de aislarme del contacto humano por un fin de semana completo, refugiándome en mi cueva para ver variados maratones de directores como Stanley Kubrick, Federico Fellini o de actores como Will Ferrell y Clint Eastwood.

Posteriormente, recuerdo las visitas a Videodromo con mi ahora esposa. Videodromo era el paraíso terrenal del ermitaño entusiasta del cine. Este oasis urbano clasificaba las películas por director, tenía cientos de documentales, mezclaba lo mejor del cine comercial y del cine de arte, y todavía se daba el lujo de competirle a Blockbuster con los mejores estrenos. Lo mejor era que por solo mil y tantos pesos podías rentar películas o series de tres en tres por todo un año (quizá por eso también quebró y fue reemplazada por la tienda Quesos y Cosas, pero esa ya es otra historia). Ahí rentamos The Brood de David Cronenberg, A Good Year de Ridley Scott, Eraserhead de David Lynch y Life Aquatic de Wes Anderson, por mencionar algunas.

Haciendo un brevísimo resumen de la historia del cine en casa, es preciso señalar que nació aproximadamente en 1965 con el costoso y no tan accesible Super 8. Después, llegó el videocassette (primero Betamax y luego VHS). Luego siguió el no tan exitoso LaserDisc, mismo que fue desplazado rápidamente por el DVD. Al último, entró brevemente el Blu-Ray y dio paso al streaming (encabezado por Netflix), mismo que lapidó a todos los anteriores formatos corpóreos.

Confieso que me fascina Netflix. Valoro enormemente la posibilidad de tener catálogos interminables de películas y series de televisión al alcance de un clic y por una tarifa accesible. La empresa fundada por Reed Hastings y Marc Randolph superó a su competencia por saber adaptarse rápido a los tiempos que vivimos y me gusta usar en conferencias su ejemplo, cuando hablo de la importancia de la reinvención en el mundo de los negocios.

No obstante, con esa revolución netflixiana del cine en casa, vino el exterminio no solo de sus competidores en la renta de películas, sino también de la posibilidad de comprar físicamente una película o serie que nos haya cautivado. Y sé que algunas personas podrán refutar mis dichos señalando que todavía se puede comprar de manera digital la obra cinematográfica en cuestión o rentarla en línea cuantas veces sea necesario. Sin embargo, creo que nunca será equiparable la experiencia de adquirir algo de manera digital comparada al poder poseerlo en nuestras manos (lo mismo aplica con la música, el arte y los libros). 

Entiendo que mi vociferar es ilógico; el streaming nos ahorró dinero, gasolina, espacio físico y hasta tiempo. Nos trajo contenidos que –aunque prestados– parecen infinitos. Y quizá juegue parte mi renuencia al cambio, pero me niego a aceptar que llegaremos a la era en que todo sea intangible y prestado. Tiempos en los que perdamos la posibilidad de atesorar obras valiosas que nos cautiven y que podamos atribuirles un valor sentimental. 

Por mi parte, me niego a leer libros en formato digital y sigo acrecentando mi colección de DVDs, Blu-Rays y CDs. Cuando me preguntan por mis anticuadas colecciones de chatarra tecnológica, me gusta decir que las conservo para heredárselas a mi hija (aunque secretamente creo que es el pretexto idóneo para mi terquedad que se niega a declarar muerta a una industria que llevaba años en cuidados paliativos). 

Concluyo con la genuina duda de que si todo lo escrito aquí no es un amor por el materialismo que disfrazo con recuerdos y emociones, y que –como decía Thoreau– representa un “obstáculo evidente para la elevación espiritual de la humanidad”. Por lo pronto, los dejo y me paso a ver Stranger Things 2.

@alejandrobasave | @OpinionLSR | @lasillarota