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Las llamadas a Francisco Abraham

Si tan solo supieran que solo soy un pobre pelado atormentado por los cobradores de un tal Francisco Abraham. | Alejandro Basave

Por
Escrito en OPINIÓN el

“Quizá este mundo es el infierno de otro planeta”. -Aldous Huxley

Las llamadas empezaron hace unos 5 años. Una por semana más o menos. Contesto mi celular, hay un silencio por unos ocho segundos y después preguntan por un tal Francisco Abraham cuyos apellidos prefiero reservarme para no afectar a algún homónimo suyo. El buen Pancho (como imagino le dicen sus amigos) le debe dinero a un Banco y ninguno de los múltiples call centers de cobranza a los que se les ha asignado el caso ha perdido la esperanza de recuperar los dos mil y tantos pesos que debe mi desconocido torturador.

Cuando empecé a recibir las llamadas, traté de ayudar a mis interlocutores. Amablemente les expliqué una y otra vez que tenían el número equivocado y que se me hacía raro que su deudor les hubiera dado mi celular ya que llevaba años sin cambiar de número. Después de mi soliloquio de ciudadano preocupado, me chuté pacientemente todos sus interrogatorios a lo FBI con el firme propósito de convencerlos de que realmente no conocía a su moroso. Al final de las llamadas les deseaba suerte ingenuamente y sin percatarme de lo que venía.

Pasaron los meses y a pesar de mis detalladas explicaciones, las llamadas no cesaban. Mi amabilidad fue mutando en desesperación y esto se notaba en mi tono de voz.

“Como les he venido diciendo todas las semanas, no conozco a esa persona, señorita”. Profería desmoralizado.

A veces me colgaban cuando iba a la mitad de dicha oración y eso me encolerizaba más que cuando cedo el paso a otro conductor en el tráfico y no me da las gracias. Otras veces me ofrecían disculpas y terminaban las llamadas con súplicas mías para que borraran mi teléfono de su sistema.

Para estas alturas empecé a bloquear sus números. También decidí buscar al Banco al que Francisco Abraham debía. Tenía toda la mañana de un sábado libre y estaba convencido que bastaba una explicación directamente al Banco para poner fin a a todo esto. Les hice saber con lujo de detalles la situación y mi malestar. Después de ofrecerme las disculpas de script de Recursos Humanos, me pidieron cumplir con una serie de requisitos para eliminar mi número de su sistema. Una vez más, al final de la llamada imploré con aires de dramatismo shakespeariano que por favor detuvieran mi suplicio.

Incrédulo de la situación, seguí sus indicaciones y les mandé un correo en el que explicaba todo. Lo acompañé con mi credencial de elector, un comprobante de domicilio, un comprobante de pago de mi línea telefónica, mi acta de nacimiento, mi cartilla militar, el acta de matrimonio de mis padres, las calificaciones del último periodo escolar de mi hija y la cartilla de vacunación de mis perros.

En los siguientes días recibí un correo autogenerado del Banco que me pedía enviar nuevamente algunos documentos y que me advertía que no contestara a dicho correo porque iba a ser rebotado. Repetí religiosamente el envío de los documentos por muchas ocasiones sin éxito hasta que me di por vencido y supe que había perdido la batalla.

A partir de ese momento tomé la decisión de cambiar mi infructífera estrategia “buenaondita”. Sabía que mi sanidad mental estaba en riesgo y comenzaba a fantasear con tener el tiempo libre de uno de esos señores retirados que se pasan un martes entero en una dependencia gubernamental u oficina logrando vencer al sistema gracias a su paciencia y su parsimoniosa agenda.

En una reunión social que salió el tema, alguien me sugirió pagar los dos mil y tantos pesos.

“¡Eureka! ¿Cómo no se me había ocurrido antes?” le contesté furibundo.

Acto seguido, procedí a vociferar que así fueran cinco pesos me rehusaba a pagarlos. Que esto se trataba de limpiar el historial crediticio de mi número de teléfono, no de aceptar tácitamente la deuda de Francisco Abraham y darles la razón a mis torturadores. “Es una cosa de principios” espeté finalmente mientras notaba como mis oyentes se alejaban lentamente de mí.

Cambio de estrategias

A pesar de que desde antes de esta biliosa etapa ya había comenzado a bloquear todos los números de los cobradores de Francisco Abraham, me seguían marcando de nuevos números que eran difíciles de identificar sin antes contestar. Usé entonces las llamadas como terapias de desahogo emocional. A mis interlocutores les llovieron mentadas de madre, amenazas a la Liam Neeson en Taken y peticiones como esta:

“Está equivocado, joven. Por favor deje de chingar”. Porque se puede maldecir sin perder la formalidad.

Llegué incluso al absurdo de maquinar complejos y originales engaños en los que le decía mis interlocutores después de su solicitud: “Claro, espere un segundo… (Alejaba el celular de mi boca) ¡Pancho te buscan! (Acercaba el celular a mi boca) Un momento por favor. Ahora viene”. Otras veces pasaba el teléfono a quien me acompañaba en ese momento y otras veces ponía a prueba su paciencia explicándoles que Francisco Abraham estaba terminando otra llamada.

De unos meses a la fecha caí en la etapa de la resignación. Ya no me molesto cuando se cuela alguna llamada a mi celular buscando a Francisco Abraham. A veces hasta me preocupo cuando pasa mucho tiempo sin que me marquen. Y cuando sí me marcan, ya no me inmuto; solo cuelgo y bloqueo ese teléfono. Quienes han visto esta escena y no me conocen, seguramente se han asustado imaginando que soy un espía checheno recibiendo información valiosa o algún tipo de confirmación. Si tan solo supieran que solo soy un pobre pelado atormentado por los cobradores de un tal Francisco Abraham.

De hipocondriacos y check-ups médicos

@alejandrobasave  | @OpinionLSR | @lasillarota