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OPINIÓN

Las blancas mariposas

"Las blancas mariposas" es una canción de despedida. La última vez que te vi en la Ciudad de México no sabíamos que nos estábamos despidiendo. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

Llego a visitarte. Me miras con los ojos desmesurados como si fuera yo irreal. Una especie de fantasma. Han pasado más de dos años y en medio tu vida dio un vuelco: te mudaste al campo. Se atravesó el bicho y las vidas dieron un vuelco. La distancia geográfica. El miedo al contagio. Nos quedaba la voz en el teléfono. Eso de las videollamadas no es lo tuyo. Ahora por fin nos encontramos y nos quedamos mudos como dos desconocidos que se observan en el andén de una estación de trenes. No sé muy bien qué hacer. Abro una lata de chocolates. "Soy un fantasma devorador de chocolates". No es que estemos callados por desbrujulamiento emocional, es que estamos ocupados masticando. 

La puerta de tu habitación está abierta. A la distancia miro a una enfermera que conversa con una señora en la habitación que está al lado. También con la puerta abierta. Recordé el poema de Pellicer: "Que se cierre esa puerta". ¿La idea de intimidad va cambiando con la edad? ¿Acaso hay un momento en el que el murmullo y el "secreto" dejan de importar? ¿Quién supone que no importan? Quisiera invocar al gallo orgulloso que escuché en la mañana para que llame a otros amaneceres. A la intimidad de otros días. Antes. Otrora. Antaño, conozco hileras de sinónimos para extrañar el pasado. Los colecciono en varias lenguas.

Ahora estamos juntos y no sabemos qué decir porque no hemos tenido el tiempo de crearnos un "hoy". Un "ahora".  ¿Tú y yo mudos? Jamás hubiera podido creerlo. Y, sin embargo, alguna temible intensidad nos cose los labios. Así que nos miramos y hacemos las loas de los chocolates. "Que se cierre esa puerta por donde campos, sol y rosas quieren vernos. Esa puerta por donde la cal azul de los pilares entra a mirar como niños maliciosos la timidez de nuestras dos caricias que no se dan porque la puerta , abierta...." , escribió Pellicer. Tenía razón. Algo en una/o se cierra cuando se abren las puertas. La banda de los huroncitos con la que vine al pueblo se hospeda en una casa -muy cercana a tu nueva casa- que se llama  "Las blancas mariposas". Es una canción tan tabasqueña como el autor del poema. Una canción amarimbada, de amores y nostalgias. Es el nombre de una flor.

Te recuerdo -para intentar el deshielo- nuestra historia obligada: en un punto en el horizonte que solo tú y yo conocemos confluyen el río Danubio y el río Grijalva. Allí nos encontramos, un poquito a destiempo podríamos pensar y cuando lo pienso me entra furia con la vida por semejante despropósito: vivíamos a quince minutos de distancia. A tiro de piedra, como dicen. Íbamos al mismo cine, a la misma vinatería, al mismo mercado. A las mismas librerías. Pero el azar se tardó en arrojar la piedrita. La recogimos de inmediato, eso sí. "De aquí soy" que me dije. "De aquí soy", te habrás dicho.  Sucedió. Tus ojos en ocasiones son verdes y en ocasiones azules. Me acerco y leo tus pupilas: "de aquí soy" que me vuelvo a decir a pesar de la zozobra que nos habita. De esa tristeza honda de la distancia irremediable. Me preguntas si me gustaría vivir en el pueblito. "No podría". 

 

 

Los huroncitos

Para cuando el gallo canta, ya estoy en mi puesto de observación con una taza de café en la mano. El cerro comienza a emerger de entre la bruma. Es una batalla larga. Se asoma y la neblina lo cubre. Vuelve a asomarse. El gallo toma posesión de la penumbra con su pecho abombado. No recuerdo la última vez que vi a uno de estos animalitos en acción; en la adolescencia, quizá. Había olvidado la profunda convicción del gallo: es él quien convoca el milagro del amanecer, es él quien separa las tinieblas de la luz. ¿Qué haríamos sin ti, gallo? que le digo, para dejarle bien clara la gratitud de sus súbditos: el sol, la neblina, los perruchis Chela y Pechuga y yo. La casa está en silencio. La banda de los huroncitos duerme. Seis personas cohabitando es una experiencia que casi había olvidado. Se siente bonito: estamos juntos, protegidos. Bajo el mismo techo. Hoy después de dos años y medio iré a visitarte. Tengo ganas de tomarme un Tafil. Los huroncitos son mi sostén, mi fuerza, mi barrio que me respalda. 

En "Las blancas mariposas" hay aves del paraíso y helechos y patas de elefante. Una familia de golondrinas se hospeda entre las vigas del comedor. No nos temen. Sobrevuelan nuestras cabezas como si jamás nadie les hubiera mostrado que los humanos no somos de fiar. Ojalá y sigan sin enterarse. La casa está llena de objetos antiguos. Te gustaría muchísimo. Pinturas, muñecas mexicanas, planchitas, libros. Pasadizos secretos. Sábanas suaves como abrazos. Estaba tan nerviosa ese día cuando fui a verte que apenas te abracé. "Las blancas mariposas" es una canción de despedida: "No cortes esas flores de blancas mariposas, ni mires las palabras que en ellas escribí". La canta Dora María. O solo la marimba. 

La última vez que te vi en la Ciudad de México no sabíamos que nos estábamos despidiendo. La pandemia iba a durar dos meses, tres. Eso pensamos. Y tú regresabas y la Cineteca y los museos y el centro de la ciudad volverían a ser nuestros. ¿A quién se le podría ocurrir otras cosas? Quién iba a pensar lo que ya sabemos, pero no terminamos de saberlo: el cuerpo traiciona. Extraño nuestras margaritas en "La Sirena". Nuestras visitas a Bellas Artes. A los edificios más antiguos. Extraño que me guíes por esa ciudad tuya de las calles del centro donde puso su negocio tu papá cuando se exiliaron en México. Nos vacunamos, volvimos a salir y me fui de bruces ante una ciudad en la que ya no estabas. Se llama duelo. 

 

 

A fugarnos con palabras

Cuando llegaste a vivir a la "casa de reposo" me dijiste que lo último que querías en ese momento de tu vida era "reposarte". Nos reíamos planeando el comando para ir por ti y sacarte escondido en el tambo de la ropa sucia, como al Chapo Guzmán. Cuando ahora te avisé que iba en camino a verte me preguntaste: "¿Traes el tambo?" Solían sobrarnos "tambos" para escaparnos: nos gustaba imaginar. En las palabras zapateábamos por el mundo imparables. Nos fugábamos en las películas y en las pinturas. Has sido el mejor compañero de viaje. Fue un despropósito encontrarse a destiempo, pero inventando compensábamos. Que te quiero mucho, te digo. Que tú a mí, me dices. Nos tomamos de la mano tiesecitos como parejita decimonónica. Una enfermera irrumpe y nos toma fotos como si fuéramos parte de algún decorado. No te inmutas. Creo que estamos en estado de chocolate agridulce a punto de deslizarse a amargo. Me aferro a otra de nuestras divagaciones recurrentes: nuestro ya inminente viaje a Polonia para conocer el pueblito donde nació tu padre. 

Te digo que el campo te enmudece. Respondes que la conversación necesita entrenamiento y que la carne que acaban de servirnos: "está hecha con los restos del taller de un zapatero". Cuando tu humor regresa, regresas tú. ¿Cuántos días pasaremos en Cracovia? Nos entusiasmamos. No borres por favor las palabras que te escribí en las hojas de esa florecita blanca tabasqueña. No me dejes fuera. No me olvides. No me borres. Quienes se aman se duelen. Es un hecho. También es una cuestión de entrenamiento atravesar ese dolor para reencontrarse en otras circunstancias. Me dices que quieres ir a un cine de nuevo. Una pantalla gigante. ¿Cuántas horas de tren entre Cracovia y Viena? Quiero mirar la casa de tu primera infancia. Anoto. Hago dibujitos. No recuerdas cómo entrar a tu computadora, pero te sabes de memoria las calles de París. Y qué actriz, en qué película, de qué director. Una escena sublime con Silvana Mangano. Reencontrar tu risa. Eres un guapo. 

Por la tarde nos despedimos casi con precipitación. No encontramos -por el momento- otra manera de hacerlo. O quizá fui yo quien no la encontró. Salgo tropezándome conmigo misma y regreso en un taxi tembloroso a la casa con nombre de flor tabasqueña, los huroncitos conversan alrededor de la mesa. Preguntan por ti. Luego nos abrazamos como los jugadores de futbol americano. Se llama "hacer bola". Nos apretujamos. Tú estás en el centro de este abrazo que ellos me ofrecen y me reconforta. Voy a buscar las rutas y los horarios de ese viaje que no haremos nunca. A final de cuentas, ¿a quién le importa la realidad?

Regresaré a visitarte un día por la mañana cuando el sol le haya ganado a la neblina. Cuando don gallo -con sus pasmosos poderes- haya separado las tinieblas de la luz. Ya no seremos dos desconocidos solitarios en un andén. O lo seremos un poco menos. Aceptar todo lo que ya no es posible. Quizá reencontrarse es una aventura lenta. Dolorosa y confusa. Y juro que la próxima vez cerraré esa maledetta puerta. Como antes. Cuando vivíamos tan cerca. Cuando nos vivíamos tan cerca. Cuando nos inventábamos nombres distintos casi todos los días. Cuando nuestra isla nos aislaba del mundo. Tan íntima y tan nuestra.