En las últimas semanas, en diversas naciones de América Latina se han dado movilizaciones sociales por distintos motivos, de diferente magnitud y teniendo como respuesta el recurso a la violencia institucional en unas más que en otras.
Los motivos del lobo
En Ecuador los indígenas se manifestaron en contra de un ajuste en precios de combustibles que luego fueron revertidos; en Chile el pretexto para la emergencia de una protesta estudiantil y urbana fue el alza al transporte; en Bolivia un diferendo sobre el resultado electoral derivó en expresiones de descontento ciudadano. En estos tres países, las fuerzas del orden salieron a las calles y en alguno de ellos se reportaron violaciones inaceptables a los derechos humanos.
Estos fenómenos se suman a las expresiones públicas de rechazo al régimen en Venezuela que estallaron ya hace tiempo con el establecimiento de un poder pretendidamente dual y se combinan con procesos de cambio por vías electorales, como los ocurridos hace ya un año en México y Brasil —por cierto, en distinto sentido—, el vivido apenas hace días en Argentina y los cambios de las relaciones de fuerza entre derecha e izquierda en Uruguay, Colombia e incluso, aunque se repita la referencia, en Bolivia.
Así que la emergencia en nuestra América Latina de protestas populares y de cambios electorales no han tenido un motivo común, ni una orientación política uniforme. Algunos, equivocadamente, quieren reducir las expresiones de descontento poblacional a la intervención de intereses y grupos organizados y capacitados para la provocación provenientes del exterior de cada país, acusando un complot del comunismo latinoamericano al más puro estilo de la guerra fría, hace medio siglo. Pero la carencia de uniformidad ideológica de quienes se manifiestan sustenta la idea de que las motivaciones son más amplias y que los factores internos a cada sociedad tienen mucho que ver con lo que ocurre.