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La política en un país en caída libre

En el país en caída libre, la gran alianza es la más efectiva política posible. | Miguel Henrique Otero

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Escrito en OPINIÓN el

El más duro y traumático aprendizaje que hemos tenido los venezolanos víctimas de la dictadura se refiere a la cuestión de los límites. Durante años, al revisar el estado de cosas en nuestro país, nos decíamos: la realidad no puede empeorar más. Concluíamos que, en alguna medida, habíamos tocado fondo. Que un deterioro más profundo resultaba improbable o imposible. Y, como hoy sabemos, nos equivocamos: el deterioro no se ha detenido. La destrucción es un proceso que no acepta límite alguno.

En primer lugar, el derrumbe, la erosión, la canibalización, la paralización, la fractura y la pudrición se extienden como si fuese una epidemia sin control. Los relatos de las familias venezolanas tienen dos ejes en común: el no funciona y el no hay. Vehículos, neveras, hornos, lavadoras, secadoras, muebles de todo tipo, aparatos de cocina, han dejado de funcionar. No hay repuestos. No hay quien los arregle. Tampoco es posible remplazarlos: el costo de lo nuevo escapa a los salarios y a los ahorros, que ya fueron devorados por la hiperinflación. Los precios han perdido el vínculo que los unía a la comprensión o al sentido común de cualquier ciudadano. No hay hogar en Venezuela donde no se estén acumulando vehículos y aparatos que no funcionan y que, por ahora, no tienen cómo ponerse en operación.

La demolición es un inmenso paisaje ahora mismo en plena expansión. Las imágenes de los espacios públicos de Venezuela, sobrecogen. Calles, plazas y bulevares son escenarios desolados. Paredes desconchadas, suciedad en cada rincón, desechos por todas partes, negocios cerrados, estanterías vacías, escenas de mendicidad en cada esquina. No se trata solo de personas que revisan la basura, también de niños que pululan por las ciudades y los pueblos pidiendo ayuda. Las evidencias son incontestables: en nuestra Venezuela está creciendo la pobreza, está creciendo la marginalidad, está creciendo la desesperación.

Al estrago visible, hay que sumar la destrucción invisible o menos visible: es la que corroe a los edificios públicos en sus entrañas: ascensores irrecuperables, sótanos inundados o llenos de trastos y equipos inservibles, herramientas y computadoras dañados de modo irremediable, baños que no funcionan, oficinas de atención al público donde no hay ni una fotocopiadora, ni un cartucho de tinta, ni una hoja de papel. Esto aún no se ha divulgado de modo suficiente: la aniquilación de la infraestructura, el mobiliario, las obras de arte y otros bienes, de ministerios, institutos autónomos y empresas del Estado, es simplemente asombrosa. Detrás de las fachadas de los edificios de las oficinas gubernamentales, campea el desastre.

Esto hay que decirlo, en voz muy alta: los trabajadores de Petróleos de Venezuela y de Pequiven, así como los de las empresas básicas de Guayana -me refiero a aquellas operaciones que todavía no han alcanzado el punto de lo inerme- exponen su integridad física y sus vidas, minuto a minuto. Ahora mismo, no hay en el mundo instalaciones petroleras más oxidadas, podridas, acechadas por goteras, aguas negras, acumulaciones de basura y equipos que no funcionan, que las venezolanas. Los expertos en la cuestión lo vienen advirtiendo: hay un potencial de desastre, que aumenta a diario.

Desde hace más de una década, el padre Luis Ugalde y otros venezolanos de bien, han venido advirtiendo: los países no tocan fondo. El derrumbe puede continuar de forma irrefrenable. Esto significa, en lo primordial, dos cosas: más pobreza y más muerte. Pero también más ineficiencia, más corrupción, mayor parálisis, más violencia del poder atracador (frente a la crisis del sistema eléctrico nacional, el poder armado se dedica a robar plantas eléctricas), más presos políticos, más tortura, mayores violaciones de los derechos humanos. En una frase: el crecimiento de la aniquilación. La devastación del país no tiene límites porque el régimen de Maduro no tiene mecanismos de contención, ni de contrapeso: se aferran al poder, cueste lo que cueste. Esa decisión significa nada menos que esto: dejarán morir, matarán, arrasarán con todo lo que sea necesario. Cruzaron todas las líneas rojas. No tienen regreso.

El campo para la acción política en Venezuela es cada día más estrecho. Y lo es porque el país va en caída libre. Los dos desafíos que tenemos por delante son inmensos. El primero de ellos, es el de cesar la usurpación y sacar a Maduro del poder, de inmediato. El segundo, el de iniciar, al día siguiente, la reconstrucción de todo: hay que rehacerlo absolutamente todo. No hay nada que no deba ser revisado desde sus bases, desde sus principios. Requiere de esfuerzos inmensos, de recursos más allá de toda previsión, de un nivel de acuerdo y organización que sobrepasa cualquier expectativa.

Sostengo que es imprescindible articular una alianza alrededor de Juan Guaidó, político con una virtud excepcional e ineludible para estos tiempos: capacidad para reunir a todas las fuerzas opositoras, a las organizaciones de los sectores populares, a los gremios, a los grupos del chavismo disidente, a una gran acción, abierta incluso a las fuerzas armadas. En el país en caída libre, la gran alianza es la más efectiva política posible. La de mayor potencia. La de mayor reconocimiento internacional. La única que, ahora mismo, puede sacar a Maduro del poder y parar el hundimiento de Venezuela.

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