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La piedrita en el zapato

Algunos trazos de la vida de Sabina Kilimanjaro y su amo elegido. Noveletta en tres entregas.

Por
Escrito en OPINIÓN el

Sabina Kilimanjaro en el salón de su casa en la colonia Santa María de la Ribera.

Pintora: Marie Bashkirtseff (1858-1884) 

 

 

(Nota: Sabina Kilimanjaro no existe en la realidad. Pero Sabina sí existe. En ésta y otras ciudades, en otras colonias, en otros países. Quizá la historia concreta de esta Sabina pueda parecer un exceso. No lo es. Y –además- habría que mirar de cerca -¿no sería un interesante ejercicio?- esos rasgos suyos que podríamos traer dentro. Sí, nosotras las mujeres tan libres del siglo XXI).

 

Esta es la historia de un hombre que encierra a una mujer y de una mujer que permite que la encierren.

 

Podríamos, por supuesto, discutir por horas lo que significa: “permitir”.

 

Digamos que existe entre ellos un pacto doloroso y –observado desde afuera- terrible.

 

Un pacto de dominación-sumisión.

 

Un pacto de amo y esclava.

 

Expresarlo así es una simplificación notable.

 

Como si se tratara de una película y estuviera yo encargada de escribir el avance para Netflix.

 

Algo así: descriptivo y preciso.

 

Pero por algún lado tengo que comenzar la narración de algunos fragmentos de la vida de Sabina Kilimanjaro.

 

No, no se apellida Kilimanjaro, pero desde niña renunció al apellido de su padre, a quien le gustaba muchísimo –los fines de semana- atarla a una silla.

 

Era una silla de madera y mimbre.

 

Una silla de comedor.

 

Sólo sucedía cuando Sabina “lo merecía”.

 

Y parece que “lo merecía” con frecuencia.

 

Su madre miraba hacia otro lado.

 

Temía cada vez que la silla le tocara a ella.

 

Su madre siempre miraba hacia otro lado.

 

La maestra de geografía –en la primaria de Sabina- les habló de una montaña elevada y bellísima en Tanzania.

 

Cerca de ella, los animales corrían en libertad. Sabina se emocionó tanto que la maestra le regaló una postal que le había enviado años antes su novio, un piloto aviador.

 

También le dio a leer: “Las nieves del Kilimanjaro” de Hemingway.

 

La maestra la quería muchísimo: “Eres tan inteligente Sabina, harás tantas cosas cuando crezcas”.

 

Y le acariciaba despacito los moretones en sus brazos.

 

En silencio –sin aviso y sin registro civil- Sabina cambió para sí misma, su apellido.

 

Después sus padres murieron: él de las bilis que hizo “ante tantas desobediencias e ingratitudes”, dijo la madre.

 

Y la madre de “tantas tristezas”, dijo la tía.

 

Les muestro la tarjeta postal que la maestra de Geografía le regaló a Sabina durante su infancia:

 

 

 

El Kilimanjaro en Tanzania. Y una jirafa. 

 

Sabina heredó la casa. Grande y vacía. La casa con todos sus demonios adentro.

 

Sabina padeció un miedo infinito y sin tregua.

 

Un miedo cósmico.

 

El miedo de despeñarse desde las Barrancas del Cobre que nunca ha visitado.

 

Cuando la casa y el pánico al exterior comenzaron a devorarla, Sabina encontró un marido.

 

El señor Fernández, oriundo de Jalapa, Tabasco. Fanático seguidor de una secta de “salvadores” iluminados. También, excelente cerrajero.

 

No sé si antes de a Sabina, el señor Fernández ya había salvado a alguien.

 

En todo caso, fue a ella y sólo a ella a quien dedicó los más intensos esfuerzos de su vida.

 

SABINA KILIMANJARO AMENAZADA DE PERDICIÓN Y DESVARÍO, Y SU INTRÉPIDO          “SALVADOR” EL SEÑOR DON BENITO EFRAÍN FERNÁNDEZ.

(Cerrajero de oficio)

 

Esta es –también- la historia de un sótano húmedo y frío en el que esa mujer a veces duerme cuando la castiga su marido.

 

Él, como su padre, la castiga para educarla.

 

Como todo hombre justo: sólo cuando se ve obligado.

 

Sabina duerme junto a su perrita que se llama Esperanza Desgraciada y En El Bordecito Mismo de las Barrancas del Cobre.

 

Como el nombre es muy largo, ella la llama sólo Esperanza.

 

No crean que en el sótano duermen al ras del suelo.

 

Aunque el lugar es-ciertamente- inhóspito, su marido el señor Fernández le instaló un catre, que si bien no es muy cómodo, podría ser a la larga beneficioso porque le mantiene recta la espalda. Las camas, dice él -quien duerme todos los días en una cama- terminan por ablandar el cuerpo y el alma. La comodidad te arrebata el temple.

 

Te reblandece, pues.

 

Él quiere que ella “se crezca al rigor”.

 

Les explico sus palabras: El “rigor” es la única manera en la cual las mujeres “se crecen”.

 

Sabina no sabe si “se crece”.

 

Hay demasiadas cosas que Sabina no sabe ni quiere saber.

 

Su vida es la de una mujer del siglo XXI a la que le dijeron que traía el demonio adentro.

 

Le dijeron que era muy mala -¿acaso no como casi todas?- y que traía en la piel la marca de la perdición y el desvarío.

 

Se lo dijeron y se lo creyó.

 

Les explico de nuevo: Hay edades en las que una podría creerse cualquier cosa.

 

También hay ciertas “técnicas educativas” implacables.

 

Su vida entonces podría ser la de una mujer del siglo XIX.

 

Una mujer encerrada en un claustro, con un dragón elegido que protege la puerta.

 

“Él me salva”, piensa Sabina. “Él sí que sabe cómo salvarme”.

 

Y –a veces- hasta sonríe agradecida y aliviada, mientras borda.

 

Sabina extraña el periódico, el cine, los libros. Extraña muchísimo leer libros que no sean misales.

 

Los acaricia en su memoria, los libros.

 

Y recuerda cantidad de películas de amor como: Los girasoles de Rusia, El doctor Zhivago.

 

Películas de grandes amores y mujeres abandonadas: “por libertinas”, dice su marido.

 

Por eso, por los ejemplos decadentes y podridos no van al cine.

 

Pero a veces salen a caminar y él la lleva al Kiosco Morisco y la toma de la mano o le pasa el brazo por los hombros, y Sabina siente que él la quiere.

 

Aunque a veces le aprieta tanto el brazo que le saca moretones.

 

“Te pega porque te quiere”, le decía su madre. Muy aliviada de que Sabina recibiera ese cinturón oscuro que de otra manera, tal vez, le hubiera estado dirigido.

 

El Kiosco Morisco en el cual el señor Fernández –de vez en vez- toma la mano de su esposa legítima (así le gusta decir a él: “legítima”) Sabina Kilimanjaro de Fernández.

 

 

Kiosco morisco. Circa 1910. Colonia Santa María de la Ribera. 

 

En la casa de la colonia Santa María de la Ribera sí hay teléfono, pero tiene un candado.

 

El señor Fernández guarda la llave.

 

El señor Fernández posee un inmenso manojo de llaves de varias formas y tamaños (creadas con meticulosidad por él mismo): La del teléfono, la de los armarios, la de las puertas, la de las ventanas.

 

También posee una llave que cierra el candado del corazón y de la inteligencia de Sabina.

 

De su fuerza y de su posibilidad de ser libre.

 

Pero esa es una llave invisible.

 

Una llave que Sabina misma le entregó sin saberlo.

 

¿Quizá a veces lo sabe, Sabina?

 

Sabina en ocasiones mira con codicia esas llaves: ¿Y si se las robara?

 

“Las niñas buenas” no roban.

 

¿Y si se escapara?

 

“Las niñas buenas” no escapan.

 

Sabina se sienta frente a la ventana (cerrada) y a través de las cortinas (casi imposibles de atravesar con la mirada desde afuera)  mira los vaivenes de la calle.

 

Se dice que allá afuera caminan la tentación y la desgracia.

 

Los peligros.

 

No va a robarse esas llaves, sería como condenarse.

 

Se repliega –entonces- en su silla y se felicita –desde su cárcel- de ser una mujer tan protegida y afortunada.

 

Les digo: Es una historia que sucede en alguna esquina de la ciudad, me imagino una casa antigua en la colonia Santa María de la Ribera. No recuerdo las calles. Una casa que me gusta mucho frente a una pequeña rotonda. Es una historia minúscula entre el mar de historias que suceden todos los días. No es lo que podríamos llamar “relevante”. No es noticia. Nadie –sino quienes la viven- saben de qué se trata. Pero si me detengo a pensarlo, es posible que tampoco quienes la viven sepan con claridad de qué se trata. Esa cotidianidad que es la de ellos. Secreta y oculta.  Oscura.

 

Esa cotidianidad oculta que sucede a la vista de todos.

 

El señor y la señora Fernández son conocidos en la calle.

 

Se les aprecia.

 

El señor y la señora Fernández son conocidos en el barrio.

 

Sobre todo él.

 

A ella se le ve poco y siempre con su marido a su lado.

 

Es por supuesto, una mujer de reputación intachable.

 

Él siempre dice la primera y la última palabra.

 

Tengo la impresión de que es él también, quien dice la mayor parte de las palabras comprendidas entre la primera y la última.

 

Sabina se lo agradece.

 

Le teje chalecos para el frío. Confecciona los trajes de él y los vestidos de ella. Los manteles, las sábanas, las cortinas, los edredones, los cubre camas.

 

También borda muchísimo: En las almohadas y cojincitos escribe palabras que quisiera imaginar le están dirigidas al señor Fernández. No entro en detalles. El señor Fernández coloca las almohadas y los cojincitos en su camioneta de la cerrajería y sale a venderlos en unas tiendas de diseño.

 

Nunca le da un quinto a Sabina, ni por su trabajo en el hogar, ni por el producto de la venta de su trabajo de bordados y tejidos.

 

“El dinero corrompe”, dice el señor Fernández. “Sobre todo en las manos de una mujer. Son muy tontas y manirrotas. La ruina de los hombres si uno se deja. Pero yo no me dejo de cualquier tonta con ricitos”.

 

Sabina se sorprende y se inquieta, porque si bien ella tal vez es tonta, y en una de esas hasta manirrota, de lo que sí está segura es de que desde su cabeza no cae ni un solo ricito.

 

Se mira en el espejo para constatar. El único espejo pequeñísimo que esconde debajo del refrigerador: ¿Será por eso que su marido legítimo desaparece en las noches? Ella lo escucha, desde el sótano Esperanza al borde De las Barrancas del Cobre y ella lo escuchan: Los pasos en la recámara, los pasos que bajan por la escalera, la puerta de la calle que se abre. La puerta de la calle que se cierra.

 

Crack. Crack. Crack.

 

Triple llave.

 

Una muestra del cojín bordado por Sabina Kilimanjaro (antes del relleno) se ve así:

 

Sabina y su serie de unicornios cautivos.

 

A la historia que les cuento, llegué por boca de los niños del barrio. Ya saben cómo son los niños de disruptivos y mirones. Me llegó en el mercado de la colonia Santa María de la Ribera. Ellos me mostraron la casa. La ventana. Esa silueta que apenas se percibe mañanas y tardes a través de la ventana. Por los visillos he conversado con Sabina.

 

Hemos intercambiado cartas. Hasta me mostró unas fotos suyas de infancia: Ella con las muñecas atadas al cabezal de la cama y rodeada de muñecas de porcelana con las que no puede jugar.

 

Se la tomó su papá en su cumpleaños, la foto.

 

Era retratista su papá.

 

Sabina sólo veía a sus muñecas rodeándola en los días de su cumpleaños.

 

Luego su madre las guardaba en el baúl de los “objetos imposibles”.

 

Era un gran baúl en el que Sabina observó como iban guardando su infancia.

 

Me lo contó, tal y como se lo cuento.

 

La foto es tal y como la describo.

 

Dada la longitud de este texto me detengo.

 

En la siguiente entrega ofreceré más detalles de todo cuanto lea y escuche de la letra y boca de Sabina Kilimanjaro.

 

La traduciré fielmente.

 

Como si fuera su mejor y única amiga.

 

Quizá podríamos planear su liberación.

 

Ser sus mejores y únicas amigas.

 

“¿Quieres tu libertad, Sabina?”.

 

“No”.

 

“Pero, ¿por qué?”

 

“Porque yo no sé vivir”.

 

“Pero todas/os sabemos más o menos vivir”.

 

“Yo no. Porque traigo una piedrita en el zapato”.

 

“¿Una piedrita en el zapato? Podrías ir al cine y al parque con tu perrita, y vender tu misma tus almohadones, recuperar tu casa, tener amigos, y comprar libros. ¿Quieres tu libertad, Sabina?”

 

“No”.

 

El próximo martes en La Silla Rota: “Cuando Sabina Kilimanjaro entendió que no necesitaba a nadie para 'salvarse' de sí misma”.

 

 

@Marteresapriego