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La nueva fiscalía

Leonardo Núñez González

Por
Escrito en OPINIÓN el

Para los amigos, justicia y gracia

Antes de 1900, los cargos de Procurador General y de Fiscal formaban parte de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En el torbellino centralizador que fue el Porfiriato y su correspondiente espejo en el Constituyente de 1917, esta estructura fue modificada y se introdujo al Ministerio Público a la órbita del Poder Ejecutivo con una adición muy particular: el monopolio del ejercicio de la acción penal. Es decir, nadie más que la Procuraduría General de la República podría decidir si un delito debería ser perseguido o no.

En el empedrado y a veces muy tortuoso camino institucional que fue la hegemonía del PRI a lo largo del siglo XX, este diseño no hizo otra cosa que hacer de la justicia una cuestión de voluntad política e instrumento de control. Sólo basta recordar que incluso teníamos delitos tan abstractos y elocuentes como el de “disolución social”, que podía mandar a prisión a todo aquel que “en forma hablada o escrita, o por cualquier otro medio, realice propaganda política […] que perturben el orden público o afecten la soberanía del Estado mexicano”. ¿Qué ideas o acciones perturbaban la serenísima tranquilidad de la República?, era una mera decisión del Ejecutivo, quien no dudaría en utilizarla a conveniencia en los años posteriores.

En el extremo, quien se encontraba al frente de la institución de la Procuraduría General de la República no era conocido como el brazo de la ley y la justicia ciega, sino que era denominado “el abogado del Presidente”.

En el avance paulatino de la democratización, algunos cambios lograron concretarse en la búsqueda de mejores opciones para tener un aparato de persecución del delito que no esté sometido a la voluntad del gobernante en turno. Ya no son los tiempos de Benito Juárez para vivir bajo uno de sus lemas: “para los amigos, justicia y gracia. A los enemigos, la ley a secas”. La ley a secas debe aplicarse a todos, amigos y enemigos.

Por eso en 2013, en el marco de las múltiples reformas estructurales, apareció y se concretó la idea de convertir a la PGR en una Fiscalía General de la República que debería ser autónoma e independiente. Despolitizar la justicia era urgente en un país que no conocía más que justicia y gracia para los amigos. Para muestra, un botón: desde 2000 hasta la fecha, la Auditoría Superior de la Federación ha presentado 802 denuncias penales ante la PGR relacionadas con irregularidades en el uso de los recursos públicos. De todos estos casos, sólo 4 han sido consignados y han llegado a la fase de sentencia judicial, es decir, 0.4% de las denuncias. El restante 99.6% se suma al mar de cifras que muestran la impunidad reinante en México.

Para ponerle un rostro más elocuente a esta última cifra, vale la pena destacar que, si solamente se consideran las denuncias penales hechas por la ASF referentes al estado de Veracruz, se han presentado 60 denuncias, de las cuales 56 fueron sobre ejercicios fiscales de la administración de Javier Duarte. Estas denuncias comenzaron a presentarse desde 2013, pero la PGR, sin ningún incentivo para castigar al amigo, no hizo nada al respecto. La “justicia” no se activó sino hasta que el caso se volvió insostenible políticamente y eso no fue sino hasta 2016.

Más allá de la amistad y probada lealtad de Cervantes a Peña Nieto, el problema será que la conformación, diseño y operación de la nueva fiscalía, que aún está pendiente de ser aprobada, se hará con un titular que no buscará crear nuevas instituciones, sino que tratará de introducir la mayor cantidad posible de lógicas del siglo XX a una institución que está llamada a ser clave en el siglo XXI. De ser así, la autonomía y la independencia de la justicia no harán más que salir por la ventana y dejarnos sin una fiscalía que sirva, con más espacios abiertos para la corrupción y la impunidad

 

Leonardo Núñez González.

Es investigador de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad y autor del libro ¿Y dónde quedó la bolita?

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