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La necesidad de nombrar

Nombrar, cuando nos es posible, es un acto necesario de salud emocional. Es estallar la complicidad involuntaria con el agresor. | María Teresa Priego

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Escrito en OPINIÓN el

“La verdad juega un rol tan determinante en el crecimiento de la psique como el alimento en el crecimiento del organismo. Una privación de verdad provoca un deterioro de la personalidad”. -Wilfred Bion

Algunas de las preguntas recurrentes que leemos (o escuchamos), ante las denuncias por acoso, abuso sexual, violación, maltrato psicológico o distintas formas de violencia son: “¿por qué denunció hasta ahora?” “Si fuera verdad, ¿no lo habría dicho de inmediato?” “¿Para qué decirlo ya?” Acompañada con frecuencia de afirmaciones como: “sólo quiere dañar”, “es despecho”, “es una venganza”. “Qué ganas de hacerse la víctima”. “Lo acaba de inventar” “¿Qué querrá?” “La ropa sucia se lava en casa”. “Las familias decentes sabemos guardar secretos”.

La necesidad de acceder a las palabras y ser escuchada/o existe, es una búsqueda de dignidad y de resarcimiento. Es aprehender desde el silencio el espacio del dolor, reconocerlo y nombrarlo. La verdad importa. El derecho a la propia verdad es un principio básico de la salud emocional. Nombrar es lo contrario de victimizarse. Significa que una persona fue víctima de violencia (por ejemplo), en una circunstancia específica.

No es una “oscura vocación”, sino una realidad que trae dentro. Es en el acceso a las palabras y en el reconocimiento del daño que sufrió que pasa de la voz pasiva a la voz activa. Se recurra a los mecanismos legales o no. Lo que me importa en este texto, es ese momento en el que la víctima toma la palabra y no permite que su historia sea negada.

El abuso acompañado de ley mordaza es un doble abuso. Y suelen ir juntos. “No importa a qué punto te haya violentado, aquí no ha pasado nada”. Esa negación casi psicotizante para una víctima, sobre todo cuando hablamos de la infancia y de la adolescencia. El agresor cuenta con su silencio, se lo exige. El agresor da por hecho que su “presa”, además, será su cómplice. ¿Qué puede haber más terrible?

Si nos detenemos a pensar en el pasado y en experiencias de maltrato (sobre todo si fue severo), discriminación, violencia, distintas formas de daño moral que nos hayan sido infligidos en la infancia y en la adolescencia, nos sorprenderá cuántas de esas experiencias nos parecen y/o nos han parecido innombrables. Las frases “nunca antes lo dije”, “no me atreví a decirlo”, “me dañó mucho, pero me daba miedo hablar”, son muy comunes en las terapias y en las conversaciones más íntimas.

Un día una persona puede darse cuenta de que ha venido cargando por años o por décadas con un hondo dolor del que jamás ha hablado. Es más, un día se da cuenta que ni siquiera le había sido dado reconocer que eso que sintió, eso que siente, es dolor. Sucede mucho cuando la persona que ejerció la violencia era alguien cercano, alguien en quien confiábamos. Entre más amada la persona, más difícil nombrar. También entre más temida. Una protege a los que ama, a pesar de todo. Y una se protege de aquellos a quienes teme. Y una pregunta con frecuencia nos habita: “¿tengo derecho a decirlo?” ¿Y, si hago daño a la vez?  ¿Y, si la verdad daña, ¿tengo derecho?”

Nombrar, cuando nos es posible, es un acto necesario de salud emocional. Es estallar la complicidad involuntaria con el agresor. Es haber sido ya capaz de transitar el camino entre el daño y su reparación. A cada quien sus procesos y sus tiempos. Levantar la voz y decir: “Entonces fui víctima de tu violencia y no me pude defender”, no significa “soy una víctima”.

Notre Dame de París

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