Main logo

La loca del desván

Hay una loca. Sádica. Está encerrada en un desván. Convencida ¿por su oficio? de que los locos son los demás. | María Teresa Priego

Por
Escrito en OPINIÓN el

Se la recomendaron muchísimo y desde hacía años. La psicoanalista que acompañó a la esposa de un amigo hacia afuera de su depresión y al encuentro con su creatividad. Ayudó a otra amiga a librarse de una relación oscura. No recordaba ya hacia qué otros aciertos y fulgores había encaminado a una tercera persona y hasta a una cuarta. La doctora Zechnas había acompañado con mano firme, eso sí, muy firme, a cantidad de seres sufrientes. Alguien confesó en un como murmullo muy bajito, haber salido corriendo porque su brusquedad por momentos podía ser un exceso. Una segunda persona terminó recordando que, si bien ella se sostuvo estoica hasta lograr sus metas, o algo así, su hermana después de una sesión le dijo horrorizada: "¿Cómo pudiste llevarme con esa mujer tan despiadada?" Es muy probable que "despiadada" sea la palabra para comenzar a recordarla.

Nunca conoció su diván. La vio solo una vez en persona, de lejos, años atrás. Las sesiones tenían lugar por teléfono dado que los contagios alcanzaban niveles alarmantes. Tiempos crueles. Muy crueles. Las puertas cerradas a piedra y lodo. La Dra. fue muy generosa, sin duda. Redujo su tarifa a la mitad. Dos veces por semana. La Impaciente se emocionó muchísimo: era hora de resolver los pendientes que el encierro acumulaba. Esa sensación continua de la enfermedad que acecha. La amenaza. Cantidades de nostalgias. Como si el aislamiento desbordara los cajones, abriera las puertas de los armarios y algunos dolores regresaran fresquecitos, casi recientes. Desde el primer día la Dra. tuvo clarísimo qué se hace en la vida, cómo se hace. Convencida. Puntual y con su recetario (metafórico) en la mano. Para el día dos ya opinaba de su Impaciente y de su entera existencia como si la hubiera conocido desde siempre. 

Su voz áspera aumentaba sus decibeles con una facilidad enorme. "Yo sé escuchar", decía. "Si algo sé es escuchar". Nada de lo que la Dra. afirmara, entonces, podía ser ni mínimamente cuestionado porque, ¿qué crees? "Son las defensas". Ah. Las defensas ante esas intolerables verdades de las cuales como es sabido, una anda en fuga. Cualquiera que haya pasado por un diván lo sabe, claro. El punto es cuándo una cierra los ojos para seguir por el mundo repitiendo y cuándo es necesario respetar un tantito su cuello ante un temperamento de cimitarra. La Dra. opina de casi todo. Habla y habla. No le gustan los franceses. Son fríos. Son distantes. La Impaciente intenta explicarle que en realidad en ese momento ella está hablando de Suiza, pero la Dra. continúa su marcha imperturbable. ¿Cómo acotarla? "Pobre mujer, le habrá ido pésimo en Francia". Por fin logra explicarle que simpatiza con sus palabras pero que aquello que la Dra. narra no es su experiencia. La Dra. también se desata refiriéndose a Simone de Beauvoir y a Marguerite Duras como: "Esas mujeres que se exhiben". Qué tonos. Diosas. Qué tonos. La Dra. (furiosa) le señala a la Impaciente lo furiosa que está ella y la Impaciente no tendría empacho en aceptarlo, si tan solo quedara establecido lo difícil que es dilucidar quién es la más furiosa de las dos. Al segundo día quiere salir corriendo. ¿Qué le sucedió para quedarse? La Impaciente se aferra a la promesa que se hizo en ese regreso a análisis. La Dra. acierta. La Impaciente le dice que sí, que cree que tiene razón y escucha un enfurecido: "yo no quiero tener razón, a mí no me tiene que dar la razón". Intenta narrarle una experiencia y la Dra. la corta: "no me de los detalles, para qué sirven todos esos detalles". Es cierto que una como analizante puede aplicarse en perder el tiempo, se dice la Impaciente: "Debo ser más concisa". 

Se va sintiendo como quien camina sobre clavos: ¿lo dice o no lo dice? ¿esto es adecuado o inadecuado? "Creo que a esta mujer le caigo pésimo". Pero a la siguiente cita la llama y a la siguiente cita la Dra. responde, y el estira y afloja continúa, y la Dra. se queja de la pandemia, y del gobierno, y de López-Gatell que no es un científico, y la Impaciente tiene ganas de decirle que se calle. Así: "¡Cállese!" "¡Cállese! Le recuerdo que la Impaciente soy yo". Pero hay algo, como una soledad inmensa que se desliza por la línea de teléfono. "Esta soledad es la de ella, no la mía", se dice la paciente. Y es muy honda. ¿Cómo es el espacio de esa mujer? ¿por qué le repite que le llama la atención que sus hijos sean tan centrales para ella? ¿tiene hijos? ¿cómo son? ¿por qué supone de inmediato que ella sabe cómo es la relación de su hijo mayor con su padre? O la relación de ella con el padre de sus hijos. "Esta mujer no duda de nada" se decía la Impaciente, decidida, sin embargo, a perseverar porque "¿quizá me lo estoy imaginando?" "¿quizá no habla demasiado, sino que yo me acostumbré a esos mudos lacanianos? Eso debe de ser".

La Dra. habla de una cierta locura familiar y abre una ventana que si bien no tiene mucho de novedosa es sin duda indispensable. Pero todo lo hace a patadas. Así, aporreando las palabras. ¿Se puede ser analista y sostener un vínculo de semejante inexactitud con el lenguaje? La Impaciente siente una oleada de nostalgia por esos "mudos lacanianos" para quienes las palabras importan, significan, tienen una forma y un peso, y no es porque sean lacanianos, no, sino porque son analistas. ¿Cómo se trabaja con una herramienta que no se respeta? "Dra. su frase me parece un exceso, ¿podría acotar un poquito?" "Es una metáfora, es una metáfora". Muy desafortunada, la verdad. Y, sí, por un lado, está esa crueldad, esa falta de cuidado y de empatía. Pero lo peor es la manera en la que la Dra. malbarata las palabras. No le importan. No las quiere. No le gustan. Sus frases son espeluznantes. Catastrofistas. ¿Será así cuando no haya pandemia? ¿estará enloqueciendo en la soledad de su casa sin darse cuenta, legitimada por "lo bien" que ella escucha y la certeza de que los locos son los otros? Qué peligro esta mujer y su crueldad. Qué peligro.

"Debería agradecerme lo que le estoy diciendo porque nunca nadie se lo había dicho en su vida", escucha que le dice. Caray, esta mujer sí que lo sabe todo. Algo sucede que la Impaciente no se va. Por momentos la Dra. hace señalamientos que le importan. Muy buenos, sin duda. Algunos. Pero ¿por qué todo pareciera hundirse en esa especie de gran naufragio que le llega del otro lado de la línea? Durante casi tres meses marca ese número dos veces por semana y la escucha exaltarse como una poseída. "Eso, su matrimonio con el papá de su hijo mayor es lo único rescatable en su vida. Lo único. Claro, no iba a durar. No iba a durar, pero lo único rescatable". Dicho como en una especie de alarido. La Impaciente comienza a preguntarse qué será "lo único rescatable" en la vida de la Dra. y cómo y desde dónde pueden hacerse declaraciones tan arbitrarias y punzocortantes. Y se da cuenta que el hilo de esa "transferencia", si existiera, tendría que ver con identificarse con esa "otra mujer" cruel y furiosa. Infinitamente sola. Preguntándose, tal vez, ¿cómo habría sido tener un hijo? ¿cómo habría sido amar a un hijo? 

Quizá la pandemia desborda –también– el armario de la Dra-que-todo-lo-sabe con respecto a la otra mujer pero que pareciera ignorar esos abismos de sí misma. "Qué bueno que usted tuvo hijos y no una hija, porque tener una hija sería muy difícil para una mujer como usted, porque las mujeres con madres...." Ah, caray. Un verdadero pozo de inagotable sabiduría. "Pero, claro, usted en el centro de la vida de tres hijos varones. Tres hijos varones. Treeeeees". "Puede bajar la voz. Dra. Ya la escuché". Vaya que la escuché. ¿Con quién suponía la Dra. que hablaba? Así como de manual: he allí la madre híper narcisista desquiciada y triunfante en el "centro de la vida de tres hijos varones, treeees" a los que no puede sino querer devorar. ¿Cómo más podría ser? ¿cómo? Y la Impaciente la imagina a oscuras a la Dra. "Abra las cortinas. Abra las ventanas, Dra. Ya entendí. ¿Querría un hijo? No me dañe así. ¿Por qué querría hacerlo? Ya la escuché". Y la docilidad de la Impaciente tiene que ver con ese naufragio que escucha del otro lado de la línea. Todo lo que ya nunca pudo ser. Con-fundido. 

La Impaciente saca unas tijeras y corta el hilo del teléfono. Hay una loca. Sádica. Está encerrada en un desván. Convencida ¿por su oficio? de que los locos son los demás.