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La guerra de las pelotas

Mientras él la miraba cuidadosamente, ella tomó una pelota de plástico de las que la rodeaban y amigablemente se la ofreció. | Alejandro Basave

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Escrito en OPINIÓN el

El nacimiento de mi hija Camila sacudió mi vida por completo. Mi rutina, mis planes a futuro y hasta mi forma de pensar son solo algunas de las cosas que sufrieron serias alteraciones a raíz del nacimiento de mi primogénita (mundialmente conocida como “la pulga atómica”). Con decirle, apreciable lector, que de la noche a la mañana pasé a formar parte del detestable grupo de padres que presumen fotos de sus hijos a la menor provocación.

Ser padre también puso en perspectiva el rol que debo procurar jugar en el mundo y fulminó buena parte de mi “yo-yoeísmo”. Me acuerdo cuando de niño me imaginaba como el protagonista de una especie de reality show en el que me seguían cámaras a todas partes, algo parecido a la película The Truman Show. Luego en mi adolescencia, algo de eso perduró y mutó en una especie de egocentrismo que, en mayor o menor medida, me hacía el sol con todo y todos gravitando a mi alrededor.

Después la vida me fue poniendo en mi lugar. Pero sin duda con mi reciente adquirida paternidad me cayó el veinte de que mi rol ya no sería el del personaje principal sino el de uno secundario. No lo veo mal, por cierto, sino todo lo contrario. Este cambio en mi forma de verme cultivó en mí algo de empatía por el prójimo, le dio un nuevo sentido a mi vida y me ha empujado como nunca a tratar de ser una mejor persona (whatever that means).

Aunado a lo anterior, ser padre me hizo descubrir partes de mi personalidad antes desconocidas. Antes sufría de lo que llamo “frugalidad emocional” (una consecuencia del estereotipo frágil de masculinidad que la sociedad nos ha impuesto a muchos hombres) que me imposibilitaba expresar mis emociones. Pues con la llegada de Camila nacieron en mí unas profusas ganas por expresarle mi amor en todo momento.

Además, su nacimiento desnudó mi zozobra a la muerte. Y no me refiero exclusivamente a tenerle miedo a morir, sino a lo que desencadenaría en mi entorno cercano. Ese nuevo miedo es -por mucho- más preocupante que el primero cuando tu hija es tan pequeña e imaginas riesgos en situaciones cotidianas como el subirte a un avión.

El más reciente cambio que tuve que hacer en mi vida a raíz del nacimiento de mi hija sin duda fue el tener que aprender nuevamente a socializar, pero ahora con otros papás y sus hijos. Y no es que me considere un introvertido ni un inadaptado social (aunque no lo descarto), pero sufro de un padecimiento al que llamo desidionitis socializadora crónica.

Llegué a ese punto en mi vida en el que la mayoría de mis interacciones sociales están relacionadas al trabajo. Eso ha hecho que mis habilidades sociales en el plano personal estén un poco oxidadas. Creo que parte de la sabiduría que solo puede dar el tiempo, me ha hecho preferir calidad sobre cantidad en mis amistades. Al menos eso le digo a mi esposa para justificar mi falta de interés por hacer nuevos amigos en bodas y otros eventos sociales.

Bajo la premisa anterior he construido buenas y suficientes amistades que no ponen en riesgo las tendencias ermitañas que germinaron en mi infancia cuando me obsesioné con la novela Robinson Crusoe y que una década después cobraron aún más fuerza cuando descubrí la obra de Henry David Thoreau.

Nueva misión

Sirvan estos antecedentes como preámbulo para confesar que no empecé con el pie derecho en mi búsqueda por socializar como padre. Hace unos meses llevé a mi hija a un salón de fiestas para niños de los que abundan en las plazas comerciales. Mi esposa tenía un desayuno y pensé que la excursión le iba a ayudar tanto al padre como a la hija en su nueva misión por socializar.

Llegamos al salón de fiestas y todo marchaba de maravilla. Había poca gente, pusieron buena música de fondo y me compré un café mientras veía como mi hija se divertía jugando en la alberca de pelotas. De repente se le acercó a mi hija un niño que le doblaba la edad y la estatura. Mientras él la miraba cuidadosamente, ella tomó una pelota de plástico de las que la rodeaban y amigablemente se la ofreció. El engendro de Belcebú se la arrebató bruscamente e hizo como si se la fuera a aventar en la cara mientras los espectadores veíamos la escena horrorizados. Antes de que ella reaccionara a esta infundada traición, me puse de pie, le lancé una mirada furiosa al papá del mequetrefe y espeté algo como: “si tu hijo no sabe convivir con otros niños, involúcrate”. El padre guardó su celular, me miró sorprendido, cargó a su hijo y se lo llevó al área de trampolines.

Camino a la casa reflexioné de mi primer experimento social fallido. Evidentemente al que le faltaba socializar más en estas situaciones era a mí. ¿Cuántos niños/adolescentes/adultos así le tocarán a mi hija en su vida? ¿Cómo evitar que sea víctima de bullying sin convertirla a ella en la victimaria? Además y en mi afán de defenderla, ¿no le haré más daño si me convierto en un “helicopter parent” que la envuelva siempre en una burbuja?

Unas semanas después del incidente conocido como “la guerra de las pelotas”, fui a la escuela de mi hija a un evento organizado para los papás de nuevo ingreso. Hicimos algunas actividades en grupo de las que no soy muy entusiasta pero que me ayudaron a conocer a los padres de los compañeros de Camila. Y si bien es cierto que me falta convivir más con ellos, admito que me dejaron una muy buena primera impresión.

Lo anterior me confortó ya que los hijos (al menos de niños) son un reflejo de sus padres y eso es razón suficiente para animarme a tratar mi desidionitis socializadora crónica. Querer conocerlos desempolvó mis abandonadas ganas por socializar. Bienvenida esta nueva (y espero corta) etapa de silencios, risas nerviosas y pláticas del clima. Todo sea en beneficio de la pulga.

Conversaciones con un ateo

@alejandrobasave  | @OpinionLSR | @lasillarota