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La democracia, cuestión de igualados

Los debates posibilitan apreciar la distancia entre un insulto y un argumento, la soberbia y la cortesía. | José Roldán Xopa

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Escrito en OPINIÓN el

“¡No me toques! ¿Qué te crees? ¡Igualado!, espetó el diputado Oscar Cantón al comisionado presidente del INE, Lorenzo Córdova, cuando éste le palmeó el hombro al no recibir respuesta a su saludo.

Más allá de la estridencia. De lo que se trata la democracia es precisamente de relaciones entre iguales, de igualarse. Si lo vemos en términos de un debate político especialmente vigoroso, de ser igualados.

El piso del que parte la democracia está en ser una sociedad de iguales. Un, una, ciudadana(o), un voto. Quien asume un cargo es una persona de entre las iguales que actúa como un mandatario. El que alguien sea diputado, comisionado, gobernador, presidente, no le da una cualidad humana de superioridad sobre otros seres humanos. 

Cualquier idea que alguien tenga de superioridad por ser “x” o “y” funcionario, es soberbia, pero no calidad jurídica.

El poder del Estado corresponde a un cargo, que transitoriamente y por razones que pueden ser accidentales, es ejercido por un ser humano.

Pero el cargo no solamente posibilita que se ejerza un poder como posibilidad de imponer a otro un dar o un hacer, sino también una responsabilidad. La responsabilidad de ejercer el poder sin arbitrariedades y ejercerlo para cumplir los fines constitucionales: garantizar los derechos fundamentales, los bienes públicos, por ejemplo.

Esta relación entre iguales, presente entre los seres humanos que desempeñan cargos públicos y quienes no, está presente en el ámbito del ejercicio público. La diferencia, cuando se trata de hablar de diálogos institucionales, se da en la forma de organización del poder y las funciones institucionales que corresponde realizar a los seres humanos. Si se trata de una organización jerarquizada como lo es la Administración Pública, hay subordinación entre cargos entre el Secretario y el Subsecretario. Pero no se da subordinación entre un diputado o un senador respecto del Presidente de la República. Ni tampoco existe relación de subordinación entre un diputado entre el Comisionado Presidente del INE y un diputado.

Entre poderes o entre éstos y órganos constitucionales autónomos no hay subordinación, pero sí relaciones y diálogos propios de arquitecturas constitucionales complejas. Por ejemplo, la Cámara de Diputados aprueba el Presupuesto de Egresos, designa a los consejeros, puede citarlos a comparecer, atendiendo a su función de representación. Pero no subordinación. 

Las relaciones y el diálogo entre órganos del Estado, que inevitablemente se verbaliza en las posiciones, ideas y formas emitidas por seres humanos. Es en este terreno, de iguales y no de desiguales, en el que se enmarca la posible y hasta natural rispidez, acrecentada por el clima de la coyuntura. Pero es precisamente en el clima de beligerancia en el cual se ponen a prueba las instituciones y el temperamento de los seres humanos que las corporeizan.

Menos en regímenes presidenciales y más frecuente en los parlamentarios, el debate fuerte es un componente en las democracias. Un pequeño asomo a los debates en el parlamento inglés o en el español nos daría idea de la rudeza a la que un primer ministro se somete. En el presidencialismo mexicano, el presidente es alguien que no se expone a un debate de tal calibre.

Escenas como las vividas por Lorenzo Córdova ante Cantón Zetina que serían ordinarias en un régimen parlamentario, llaman la atención no tanto por la soberbia de su interlocutor, sino por el talante de la respuesta. En los anales de los debates parlamentarios, son notables, por ejemplo, las capacidades de Felipe González, sobresalientes por cierto, para resistir, contestar contra argumentar, revertir a sus objetores.

Los debates posibilitan apreciar la distancia entre un insulto y un argumento, la soberbia y la cortesía.

La democracia permite apreciar las diferencias entre los iguales, entre igualados.