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La adicción de AMLO

Desde sus días mozos en la política, López Obrador mostró su adicción al papel impreso con tinta, a luchar por un espacio en los periódicos. | Roberto Rock L.

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Escrito en OPINIÓN el

Desde sus días mozos en la política, cuando en 1982 se le encomendó la promoción de la campaña, sentimental, simbólica (el triunfo del PRI estaba garantizado de antemano), del poeta Carlos Pellicer como candidato a senador por Tabasco, Andrés Manuel López Obrador mostró su adicción al papel impreso con tinta, a luchar por un espacio en los periódicos. Creció con esa obsesión, y parece ser imposible que se desprenda de ella. 

La mañana de este miércoles, desde el megáfono de propaganda que suponen sus conferencias mañaneras, el mandatario fue transparente con respecto a su incapacidad de mostrar desapego por lo que dice la prensa, que para él es un reducido grupo de diarios capitalinos y un todavía más escaso nicho de analistas y columnistas políticos. Otra vez echó mano de ellos para distraer la atención de una agenda cada vez más compleja y adversa para su administración. Y se sacó de la chistera la idea del “Quién es quién en las fake news (noticias falsas)”.

No parece haber muchas novedades en la estrategia del político tabasqueño sobre la prensa. Impedido para una reflexión que mejore sus instintos primarios –que le han funcionado, aunque cada vez menos–, opta por la fórmula de pretender desautorizar, deslegitimar e incluso deshumanizar a la prensa. No es una maniobra que haya inventado; la tomó de otros líderes de la región y más allá, el más notable sin duda, el norteamericano Donald Trump, cuya intentona tuvo efectos contrarios a los que buscaba: alentó un auge en la circulación y la credibilidad de la prensa de Estados Unidos, y cuando se presentó a elecciones… bueno, ya sabemos cómo le fue.   

Lo importante de ayer no fue haber subido a la tribuna de Palacio a una periodista sin ninguna acreditación profesional, técnica y académica. Estuvo ahí, estrenando cargo en Palacio, por ser una activista de Morena. Aunque fue rescatada de un desastre. Ella, Ana Elizabeth García Vilchis, fue candidata suplente a diputada, lo mismo que su esposo, René Sánchez Galindo, quien buscó, pero como titular, el distrito 12 con cabecera en la capital. Don René fue secretario de Gobernación de la presidenta municipal de Puebla, Claudia Rivera, que en las pasadas elecciones buscó reelegirse. Bueno, pues todos perdieron. A la alcaldía de la Angelópolis regresó el panista Eduardo Rivera Pérez.  

Esta facción de personajes malogrados integra un grupo cercano a la señora Bertha Luján, una dogmática dirigente de Morena que también fracasó hace tiempo en su intento por presidir a su partido. En esa miasma de frustración colectiva se alimenta el “Quién es quién…”. 

Pero todo eso es irrelevante para el señor López Obrador. El problema es su apego adictivo por la prensa.   

En los años 90, cuando alentó en Tabasco el surgimiento del periódico “La Verdad”, pretendió obligar a sus editores a solo hablar bien del PRD estatal, que entonces encabezaba, y de sus actividades.  

“¿Y el equilibrio periodístico, Andrés?” le preguntaban. 

“Nada. Estamos aquí para dar una batalla, no noticias”, les respondía. 

En 1983, de la mano del entonces flamante gobernador tabasqueño Enrique González Pedrero, el hoy presidente de la República se asomó a la política en serio al ser nombrado presidente estatal del PRI, cargo del que se desbarrancó cuando mostró su capacidad de activismo y acorraló a los alcaldes locales, que pronto se confabularon para convencer a don Enrique de que el estilo del joven dirigente priísta convulsionaría al estado. 

Desde la prensa regional lo sacrificaron mucho antes de que tras un desayuno con el sabor a paredón, con los alcaldes amotinados, González Pedrero lo retirara del puesto con una frase ruda: “Andrés, esto no es Cuba…”.

No lo era –ni Tabasco, ni México– en ese entonces, hace casi 40 años. Y no lo es ahora. Cuba no ha cambiado mucho en materia de libertades. Pero nuestro país sí.

El presidente insistirá en un empeño contra la prensa que en momentos puede resultar conmovedor, porque exhibe una lucha contra molinos de viento. El viento forma el ejercicio de nuestras libertades. Entre ellas, la libertad de expresión y de prensa. Una prensa que, con múltiples errores y deficiencias –como los políticos, pero mucho menos–, y también con páginas y episodios luminosos, seguirá haciendo su tarea de difundir noticias, estimular debates y monitorear el desempeño de los funcionarios electos, entre ellos el presidente.  

Para esa triste labor de juicios sumarios sobre la prensa fue considerado en cierto momento por Palacio el nombre de Jenaro Villamil, directivo de los medios del Estado, que en algunos espacios ofrecen contenidos novedosos pese a la inanición financiera del sector, pero en otros han cedido a la tentación de convertirse en foros de propaganda oficialista en grados que nunca se conocieron –y mire usted que tuvieron hartos excesos en el pasado–. 

Villamil podrá ser un convencido de la 4T, pero su experiencia periodística, que no se le puede regatear, lo hubiera obligado a explicarle al presidente que el periodismo, incluso en sus mejores expresiones, no presenta a sus públicos más que la mejor versión de la realidad que es capaz de obtener a la hora del cierre de edición o al momento de publicar en otra plataforma, incluso en redes sociales, usualmente dominadas por el vértigo, para bien o para mal.

El señor Villamil, introducido al círculo de López Obrador por el extinto escritor y cronista Carlos Monsiváis –como lo hizo con otro de sus pupilos, Jesús Ramírez, hoy vocero presidencial–, pudo en cambio haber dado un giro más interesante –y menos predecible– al “Quién es quién…”: relanzar el “Por mi madre, bohemios”, un espacio que usaba noticias de la época que Villamil recolectaba para que el genial “Monsi” les aplicara su cáustica genialidad. Aquello era humorismo confeso. Ahora es un tanto involuntario.