Un fenómeno actual del que la mayoría de la población forma parte es el imparable proceso de urbanización, que incluye no solo el crecimiento de las áreas urbanizadas, sino también el de la población que habita en ciudades y el desarrollo de una complejísima red de todo tipo de actividades interrelacionadas dentro y fuera de las mismas.
Como ya he comentado en otras entregas, este proceso ha ido conformando un macrosistema regional en el centro del país al que ahora nos referimos simplemente como la megalópolis y en el que hay que incluir a varias ciudades y zonas metropolitanas como la Ciudad de México, Toluca, Cuernavaca, Cuautla, Puebla, Texcoco, Pachuca, Querétaro, San Juan del Río y Tula.
Dejando de lado las definiciones anquilosadas, me parece que no sólo es oportuno sino estrictamente necesario visualizar a la megalópolis como un gran sistema complejo (no en un sentido coloquial, sino desde un punto de vista eminentemente técnico) que se manifiesta a través de una intrincadísima maraña de relaciones y actividades económicas y sociales de todo tipo.
Las altas tasas de crecimiento de las manchas urbanas que conforman la megalópolis han contribuido decididamente a la generación de patrones altamente desordenados de viajes de personas y de mercancías, siendo muchos de ellos una viva representación de pérdidas de tiempo y desperdicio de combustibles, así como de impactos potencialmente evitables sobre la salud de la población vía contaminación atmosférica, estrés y cansancio acumulado.
El crecimiento combinado de la población y de las áreas urbanas, genera efectos supralineales en aspectos deseables como la actividad económica y la consecuente generación de empleos, pero también genera el mismo tipo de efectos en males sociales como la delincuencia y los desequilibrios ambientales. Esto significa que los efectos se dan más proporcionalmente que el crecimiento de la población y las áreas urbanas.
Comenté alguna vez que cálculos propios del crecimiento observado en el suelo urbanizado de las ciudades de la megalópolis, dan un panorama preocupante. Decíamos que, entre el año 2000 y mediados del 2016, el crecimiento del suelo urbanizado en el Valle de México fue del 140%; en Toluca fue del 249%; en Cuernavaca del 160%; en Pachuca fue de un 226%; en Cuautla de un 149%; en Puebla – Tlaxcala del 238% y en Querétaro de un 128%.
Estas tasas de crecimiento generan enormes tensiones en el funcionamiento del sistema megalopolitano, lo cual se manifiesta de muchas maneras, como por ejemplo en una multitud de viajes ociosos e ineficientes; desperdicio energético; baja productividad de las personas, empresas y campos agrícolas; fractura de ecosistemas naturales y contaminación atmosférica, del agua y del suelo.
Si bien el lograr una buena planeación y gestión de un sistema de este tipo es algo tremendamente complicado, por el momento no contamos con las condiciones adecuadas ni siquiera para intentarlo. La arquitectura jurídica e institucional de nuestro marco de planeación y de distribución de competencias es un verdadero anacronismo, defendido y perpetuado por la sociedad tradicional y una cultura política que ve más al pasado que al futuro. En general se vanagloria con vehemencia lo hecho por las “ilustres” legislaturas del pasado, en vez de reflexionar y buscar mejores soluciones para el futuro.
Creo que una condición necesaria para mejorar en serio la planeación y la gestión de un sistema megalopolitano, es realizar una reingeniería de la arquitectura jurídica e institucional que abarque todo el territorio de la megalópolis con una visión ecosistémica. Aunque hay muchos temas importantes, dos de ellos son el desarrollo urbano y el transporte. En esas materias, una opción es la creación de organismos de planeación y de regulación con autonomía de gestión, pues la atomización vigente de facultades entre los gobiernos federal, estatales y municipales es una de las causas del caos que observamos.
Es un hecho que vivimos en un estado de ingobernabilidad megalopolitana que genera altos costos sociales. Cambiar el statu quo requiere de una enorme labor de persuasión, para que la clase política se dé cuenta que el cambio puede valer mucho la pena.