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Incentivos democráticos

Los institutos electorales han cumplido en cuidar el voto, pero han fallado en construir una cultura democrática. | Roberto Remes

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Escrito en OPINIÓN el

La embestida que el presidente Andrés Manuel López Obrador y sus correligionarios ha hecho contra todos los organismos autónomos puede tener una consecuencia significativa en su perspectiva de largo plazo. Todos sabemos que nuestro sistema de campañas es bastante imperfecto, pero en aras de defender a las instituciones que desde los años 90 han hecho una defensa ciudadana del voto, el Instituto Nacional Electoral y los órganos locales, quizá cada vez estemos menos dispuestos a reflexionar sobre sus áreas de oportunidad.

Algunas zonas de la ciudad, por ejemplo, quedaron completamente tapizadas de propaganda electoral. De hecho, ante la expresión de la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, respecto a que no retiraría propaganda colgada en el mobiliario urbano, todos los partidos se volcaron a colocar publicidad en esos lugares, mucho más que en las dos elecciones anteriores.

¿Qué pasa si un candidato no llena las calles de publicidad informal con su rostro y su nombre? Esto sin duda sucede con los candidatos de partidos de reciente creación que a menudo carecen de recursos para promocionarse, lo que los deja fuera de la contienda real, sean buenos o malos. En el caso de los candidatos que sí tienen posibilidades de ganar, todos los incentivos están trazados para colgar gallardetes y pendones en el mobiliario, para adherir carteles en los postes y para invadir hasta el más recóndito espacio. Para ganar hay que jugar así, y esto es algo que debemos cambiar, los incentivos están mal trazados.

La propaganda no es el único caso. En general, la ciudadanía tiene una mala percepción de los partidos políticos, sus dirigentes y sus candidatos. Se les ve como oportunistas, corruptos, poco comprometidos y claramente no transforman su realidad. ¿Qué es lo que nos oculta las buenas intenciones de los líderes partidistas? Muchos dirán que tales buenas intenciones no existen, pero en realidad la necesidad de alianzas y el pragmatismo terminan ocultando esas buenas intenciones, que por supuesto existen. Nuevamente, pues, los incentivos que traza nuestro sistema político.

Pareciera que la política sólo está reservada a cierto tipo de personas que cuentan con la habilidad para hacerse de un liderazgo local, el dinero para dedicarse y el respaldo de un partido. Nada fácil. Si tenemos una democracia electoral es porque queremos elegir a las mejores personas, a las mejores mujeres y los mejores hombres, los queremos preparados, honestos y responsables. Nuestros procesos electorales no están sirviendo para elegir entre las mejores opciones, al menos no en la mayoría de los casos.

Conforme la democracia se hace más competitiva las propuestas se abaratan. Ya llegamos al extremo de escuchar a candidatos que ofrecen pagar las tarjetas de crédito de sus electores potenciales o la gratuidad en implantes de senos con fines estéticos. Pero en realidad, más allá de estas demagogias, temas clave como los impuestos o la aplicación de sanciones quedan fuera de la agenda pública.

También aquí los incentivos están mal trazados. Siempre será más probable escuchar la promesa de abaratar algo, que de establecer una política pública que tome recursos de un grupo de la población vía impuestos o derechos, para compensar a los grupos más vulnerables. Los candidatos y los gobernantes nos venderán verdades absolutas respecto a que cobrar y exigir es vivir mejor, lo que por lo menos pierde la oportunidad de que reflexionemos el rol que juegan los impuestos en el desarrollo.

Los debates no sirven, son acartonados, en el caso de candidatos a diputados y alcaldes, sólo son vistos por menos del 5% del electorado, y terminan siendo una guerra de acusaciones y no de ideas para mejorar. Pero los candidatos asumen que es más rentable en votos pegar que proponer, y al parecer las redes sociales responden mejor cuando alguien ataca que cuando construye.

En la atribución de los institutos electorales nacional y de la Ciudad de México para contribuir al desarrollo de la vida democrática, culminando el proceso electoral, deberían detonar una deliberación sobre los incentivos para construir un mejor país o una mejor ciudad. Las reglas que hoy poseemos no nos permiten avanzar en esa dirección y sí, de pronto, por contraste, dan cabida a voces mesiánicas que no permiten la discusión constructiva de los temas relevantes.

Los institutos electorales han cumplido con creces en cuidar el voto y asegurarnos que ganen las personas más votadas, pero han fallado en construir una cultura democrática, justo las funciones más relevantes en años no electorales. Muchos vamos a defender con todo la autonomía de los órganos electorales, pero hoy no estarían en jaque por el gran demagogo, si contáramos con una cultura democrática más sólida.