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Importamadrismo y orfandad

La fuga de Guzmán Loera pone en duda la eficacia de vivir en comunidad para garantizar resguardo.

Por
Escrito en OPINIÓN el

¿Qué hacer cuando la autoridad no puede garantizar la vigencia de la ley dentro de sus penales? ¿Cómo esperar que lo haga fuera de ellos?

 

Tal es el dilema de la percepción social hoy en México.

 

Este no es un escrito de proclama política, pretende ser un acercamiento a las sensaciones de desamparo, indefensión, incertidumbre y soledad que marcan nuestros días.

 

Un Estado inseguro era para Maquiavelo una contradicción en sus términos. En esa contradicción se extravían hoy nuestros pasos.

 

No es, además, un problema de México, por más que la fuga de Guzmán Loera lleve las improntas nacionales: es la expresión más clara de la incapacidad absoluta de las soberanías locales para enfrentar una realidad global. Por cierto, ante los desgarres de vestiduras de nuestros vecinos del norte, habrá que cuestionarse sobre el daño que el encarcelamiento de uno de sus principales proveedores de droga les causó y la ayuda extrafronteras que su fuga y apologías pudieron haber recibido y reciben.

 

Pero regresemos a nuestro tema. El evento de la fuga rompe la cada vez menos presente sensación de normalidad en nuestras vidas. No sólo se echa de menos la ley, también el orden, en tanto la ubicuidad de las cosas que permite convivir bajo una sensación de normalidad y certezas, se echa de menos. La ley y el orden imponen límites, y el límite es seguridad: define el ámbito donde es dable movernos en paz y armonía con nosotros mismos y con los demás.

 

Carecer de límites es como flotar en espacio sideral: solo, en la oscuridad y silencio profundos, ajeno a todo. La falta de límites impone vértigo, soledad e incertidumbre.

Cuando los límites se alteran, la sociedad entra en “anomia”, entendida no como la ausencia de normas, sino de referentes de valor que hacen posible cualquier normalidad. No es un problema de muchas o pocas leyes, sino de la certeza que otorgan los límites sociales y que hacen posible la convivencia humana.

 

La anomia genera angustia al carecerse de parámetros para medir posibilidades y riesgos. Cada paso así se convierte en un salto al vacío.

 

La vida en comunidad responde a la satisfacción de necesidades, siendo la primera la seguridad. La fuga de Guzmán Loera pone en duda la eficacia de vivir en comunidad para garantizar resguardo. Y al dejar de hallar la “salvación por la sociedad” (Drucker), el individuo queda solo y desprotegido. De allí la sensación de vaciedad que vivimos; vaciedad de autoridad, de ley, de orden, de límites, de seguridad.

 

Vacío de comunidad también. Estamos juntos, es cierto, pero nuestra convivencia ha sido afectada por un evento que cuestiona su eficacia y nos lanza a la mayor de las soledades. El edificio social, con su orden, niveles y reglas se transforma así en un enjambre, de suyo amorfo, cambiante, sin lugares ni roles definidos para sus integrantes, sin destino común, sin certeza de permanencia, sin fronteras que marquen quien está dentro y quien fuera; quien pertenece y quien no. Queda la sensación de no formar ya parte algo sólido, diferente y superior a cada uno de nosotros frente a las amenazas del mundo, y de ser y estar cada uno solo frente al infortunio. Cuando el bienestar de cada ciudadano no se logra a través del bienestar de la ciudad, como sostenía Tocqueville, no hay causa común que concite y cobije. Ciudad y ciudadanos se desdibujan; sólo queda un caos de individuos desvinculadamente juntos.

 

Tales son las sensaciones de desazón y desamparo que causó la fuga de Guzmán Loera. Desazón y desamparo que enmascaramos en intercambios de burlas y críticas a la autoridad, a cual más merecidas. Nuestro escape es interconectarnos para pseudo-construir, desde la soledad de nuestras pantallas, una comunidad tan frágil y efímera, como dispersa y errática. El principio, la ruta y el final de este ejercicio entrópico es solo uno: la orfandad.

 

El “importamadrismo” mexicano; ese hacer burla y festín de lo más sensible y trascendente que nos afecta, para así sobrellevarlo, expresa siempre -ya lo enseñó Paz- el más incomunicable de los dolores: el “me vale madres” encierra y confiesa la aceptación y certeza de “me dieron en toda la madre”.

 

La fuga del así llamado Chapo, como si se tratara de un Popochas cercano y no de un desalmado criminal, es una acida herida en el gobierno de Peña Nieto; pero no por sus costos político-mediáticos -por más altos que éstos puedan ser- cuanto por licuar (fugar de entre los dedos) los remanentes de ánimo y cohesión sociales que aún persistían entre nosotros.

 

Recomponer ese ánimo, clima y consistencia comunitarios en identidad, voluntad y unidad de acción es una tarea mucho muy superior a recapturar al criminal y rehacer, si todavía fuese posible, la viabilidad política de este sexenio.

 

@LUISFARIASM