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Historias en el Hospital

Pero tengo una pinche suerte, Marco, para que me pasen cosas, que al menos que hayas visto la noticia me vas a creer lo que me tocó presenciar

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Escrito en VERACRUZ el

Querido Marco. Como supuse, no leíste mi carta porque no recibí respuesta. No me achicopalo porque sé que has de estar muy ocupado con cosas más importantes que leer mis pendejadas, pero te escribo otra carta, al menos para que tengas noticias mías, pues aún no he podido conseguir otro celular, sigo trayendo mi tamagochi con lamparita y el juego de la viborita. Leticia y los niños están bien, no se me han enfermado de la porquería esta del coronavirus; y eso ya es ganancia. Alex y Cesar, ya está bien grandotes los canijos. Hace tiempo que no te ven y preguntan a cada rato por su tío favorito, el único. Yo les digo que andas bien atareado con eso de tu chamba en el SAT, pero que un día de estos y sin avisar nos caerás en la casa y haremos unos bisteces encebollados y nos chingaremos unas caguamas como Dios manda. 

Ojalá y un día de estos nos muevan al edificio del SAT, se ve bien “pipiris-nais”, igual y con mucha suerte nos vemos. De mi parte, sigo trabajando en la compañía de limpieza, como la cuadrilla hizo buena chamba en la plaza comercial, pues nos movieron de lugar junto con el supervisor a un lugar más grande. Es lo malo de estas empresas, entre más trabajas más te quieren sacar el cuero. Así son de hijos de puta. ¿Te acuerdas que te conté que estábamos en la plaza comercial? pues nos quedamos ahí otra quincena y hace apenas cinco días nos movieron al Hospital Regional. A decir verdad, prefiero la plaza comercial, aunque me toque la mala fortuna de esperar a que terminen los putitos de hacer sus cochinadas en uno de los baños de la segunda planta, pues el hospital es muy malvibroso. Micky, el supervisor, nos advirtió que el lugar estaba feo, que el personal del hospital, quizás por tanta hora que pasan, son muy toscos al hablar y muy exigentes en el tema de la limpieza. Pero, a decir verdad, no sé de donde podrían ser tan exigentes con eso, pues el hospital estaba hecho un asco. A mí no me agradaba mucho la idea del hospital, quizás porque son muy crédulo de que ahí hay muchas energías desconocidas por la cantidad de personas que fallecen, pero no había de otra. Pero tengo una pinche suerte, Marco, para que me pasen mamadas, que al menos que hayas visto la noticia me vas a creer lo que me tocó presenciar al tercer día en hospital. Recuerdo que ese día, Micky, el supervisor, me pidió que me quedara a doblar turno junto con otros dos más: Nepomuceno y Guadalupe. La noche, en teoría, está más tranquila, así que podíamos turnarnos a dormir dos horas cada quien entre los tres para cubrir el turno. Las rondas de sueño serían las siguiente: de once a una, de una a tres y de tres a cinco, y en las últimas dos horas restantes, le echaríamos montón entre los tres para entregar el turno sin contratiempos a las siete de la mañana. Echamos a la suerte quien iría primero a dormir, y me tocó ser el segundo. Guadalupe se fue a dormir y entre Nepomuceno y yo echamos otro volado para ver quién se quedaría en el área de la entrada y salas de espera, mientras que al otro le tocaría la cocina y el almacén de deshechos. Después de designar las tareas, cada quien se fue a su respectiva área. Empecé de atrás para adelante, desinfectando algunas sillas de las salas y pasillos hasta llegar a la entrada principal. Estaba por terminar de desinfectar unas oficinas que están cerca de la entrada principal, cuando escuché alboroto que provenía de esa dirección. Me asomé para ver que ocurría y me percaté de tipo de camisa amarilla golpeaba la puerta de cristal e insultaba al guardia del IPAX. De las cosas que alcancé a escuchar, el hombre aquel alegaba que se le atendiera, pero el guardia insistía que no había personal médico en el momento, y que las citas tenían que esperar hasta las ocho de la mañana. Vi que el hombre se alejó de la puerta entre gritos e insultos y regresé a mis labores. No debieron pasar ni diez minutos cuando unos gritos desesperados comenzaron a escucharse. Me asomé hasta donde estaba el policía del IPAX y cual película de terror, como si aquel hombre estuviese poseído, amenazaba herir a todo aquel que se le acercara con un pedazo de vidrio roto: planeaba suicidarse porque no lo atendían. Me le acerqué al poli que resguardaba la puerta, le pregunté por qué no hacía algo y me dijo: - “Ya intentamos hablar con él, pero está de necio que quiere que lo atiendan. No me le voy acercar, capaz y me pica con esa chingadera y me pagan poco como para arriesgar mi vida así”. Afuera estaba la mujer de aquel hombre, algunas patrullas, y gente que grababa lo que estaba pasando. De buenas a primeras el hombre dijo gritando: - “Chinguen a su madre, culeros. Pinche vida no vale verga”, y empezó a cercenarse la garganta. No pude soportar la impresión del momento y vomité cerca de las botas del vigilante que solo dijo: -“No mames”.

Los gritos de las personas que estaba afuera se mezclaban con la luz de la cámara de sus celulares que no dejaban de grabar el momento. Ningún policía se acercó siquiera a tirarle un macanazo para impedir que se siguiera haciendo daño, mientras que el de seguridad del IPAX solo dijo: -“Pinche loco, hijo de puta. Ahora si lo van a atender”. La camisa amarilla se tiñó de rojo y el piso blanco se embarró de un líquido espeso y achocolatado. El vidrio no traía filo suficiente, porque el hombre no dejaba de pasarse una y otra vez el cristal por la garganta; se había desangrado tanto que al pisar su propia sangre resbaló y fue como la policía al fin intervino. No podía creer lo que veía. Eran cerca de la una de la mañana cuando por fin apareció Guadalupe, mi relevo, solo para decirme que no fuera a dormir sin antes haber limpiado mi vómito. No me fui a dormir. Preferí relevar al Nepomuceno en el almacén de deshechos, porque no podría conciliar el sueño. A la mañana siguiente le conté a Leticia el asunto y buscamos juntos la nota en su celular. Encontramos una versión más cómoda para el hospital y todo el rollo: que el hombre era originario de Cosamaloapan, tenía cuarenta y cinco años, padecía de sus facultades mentales, y que venía huyendo de unos payasos malignos. A veces me pregunto si en el 2012 ya habíamos perdido la capacidad de asombro y ya pensábamos que habíamos llegado al límite; pues ahorita a estas alturas con crisis, pandemia, ya cualquier cosa que pase en el mundo es creíble. 

No me quiero despedir sin mandarte un fuerte abrazo y con la esperanza que mi pato aventura no te haya aburrido. No voy a negarte que desde esa noche que presencié el suicidio de aquel hombre no he podido dormir. He pensado seriamente en dejar este trabajo, porque creo que ese acontecimiento ha dejado serias secuelas en mí. Si no fuera por mis niños, Alex y Cesar, ya habría dejado por la paz esta chamba de limpieza, pero no puedo. Tengo más temor que mis hijos mueran de hambre que a morir de coronavirus, o que aquél hombre que se cercenó la garganta, aparezca en mis pesadillas como Freddy Krueger, que busca vengarse de aquellos que le dieron la espalda cuando más los necesitaba. 

Saludos, Marco. Espero tu respuesta. Te quiere y te extraña, tu hermano Lucio.

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